Un inventario de todo lo que pienso, siento, y logro plasmar en un papel, o este caso, algo un poco menos romántico. En fin, mi propio inventario.
¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.
jueves, 6 de septiembre de 2012
Bajo la otra luna
Ese olor a recuerdo, a odio compungido que desatan los párpados abiertos, la mirada fija. Él no lo sabe. Casi se podría decir que la transpiración chorrea por su frente y por el metal. Me dejo ver, me dejo sentir, aunque esté tan lejos, tan lejos de mi cama y de mí. Él no lo sabe pero yo miro la luna y me pregunto no sé bien si en un manotazo de ahogado si la voy a volver a ver. Si va a seguir ahí. Porque capaz que es la luna la que se va y no yo. Y también me pregunto si tenía que ser así. Terminar de esta forma, aunque quizás más que un fin sea un principio, la mitad de un principio, o el desarrollo del final del nudo de nuestras vidas, la mía y la de él, ambas juntas a dos metros de distancia. Está a dos metros y cree que no lo veo. Miro como duda, siento su miedo, siento su tristeza a dos metros de distancia. Y a dos metros parece que está la luna que brilla como diciéndome es un pecado morir en una noche como esta. Como cuando fuimos a caminar una noche en la playa, en Mar del Plata. No era ni primavera creo, y un viento helado cruzaba como una flecha la playa sola, desierta, la playa para nosotros. Y cruzaba el viento a meterse en la ciudad, en la otra parte, entre las casas bajas y los edificios, entrar en los departamentos vacíos de una ciudad que es dos ciudades. Y todo esto lo pensaba yo mientras el me agarraba fuerte de la cintura, como si el mar fuese a llevarme, y ahí, cuando éramos felices, pensé que el mar nunca me llevaría. No fue así.
Años más tarde me acordaría de esa noche, así como ahora me la mostraba la luna, me acordaría del frío en los tobillos, de la mano caliente, de mis arañazos en su espalda, de la arena bajo la mía. Me acordaría de todos nuestros momentos y lloraría, sola, ya sin él. Y nadie estaría ahí para secarme las lágrimas. Y vería ya el odio, los párpados abiertos, vería la mano en la frente chorreando sudor como cataratas, vería los ojos destruidos, vería la congoja, el dolor. Sobre todo vería el dolor y lloraría aún más. Porque el camino estaba hecho. La luna estaba pensada ya para esta noche, no importase qué sucediera. Y eso era lo más escalofriante. Eso y que él no sabía, no sabía. Y yo sabía que no sabía porque no podía ser de otra forma. No lo imaginaba distinto. Era así menos doloroso. Para él, porque la luna y su belleza me infringían a mi una punzada en el estómago que parecía que me iba a arrastrar a la locura. A gritarle, a abrazarlo, a rogarle perdón. A pedirle que venga a la cama conmigo, que hagamos el amor, pero no. Pero ya estaba dicho todo y yo ya había aceptado el destino hacía tiempo. Ya había llorado lo suficiente y ahora quedaba enfrentarlo todo, ser mujer.
Miré la luna y sonreí. Sentí el pinchazo en la espalda. Primero uno y después otro. Pensé que iba a haber más ruido. Cerré los ojos. Hubiera sido terrible que sepa, que sepa que estaba despierta todo el tiempo.
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