¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

viernes, 31 de agosto de 2012

Epílogos



El ingeniero Urmides es un hombre respetable. Aunque podría ser tildado de poco práctico si se lo viera haciendo click repetidamente en el mouse de su computadora, mirando fijo al monitor. Por la puerta entra Acosta, joven empleado de unos 28 años. Acosta viste camisa y corbata, aunque está un poco despeinado. A Urmides le gusta eso, le recuerda a su propia juventud. Acosta cierra la puerta tras de sí y se queda frente a ella, quieto y callado.

- Señor, - Dice - ¿Quería verme?

- Pero ¿Quién es usted?

- Acosta, señor. Me mandó a llamar, ¿No?

Urmides mira un poco desconfiado, pero no es de culpársele, tiene la mente turbia en estos momentos. Luego de unos segundos presiona un botón en su teléfono. La voz magnetizada responde.

- ¿Si?

- Clara, ¿Yo mandé a llamar a Acosta?

- Sí, señor. Acaba de pasar a su oficina.

- Sí, está acá ahora. Dice que lo mandé a llamar, pero la verdad es que no me acuerdo.

- Sí señor, usted lo mandó a llamar.

- Bueno, Clara, gracias. Eso es todo.

- Bueno.

Urmides suelta el botón y mira a Acosta, no sin cierto encanto. Se levanta, mientras indica a Acosta la silla frente a su escritorio.

- Siéntese, Acosta.

Acosta obedece, Urmides se sienta sobre el escritorio.

- Acosta… Acosta… - Repite en voz baja. Luego grita. - ¡Acosta! Por supuesto, es usted Acosta.

Acosta no sabe qué sucede. Comienza a temer la locura de Urmides.

- Acosta, ya sé quién es usted, lo he sabido toda la vida. Acosta, usted es el primer empleado que figura en mi nómina, verá. Acosta, su apellido empieza con A, y es usted yo, y todos los demás empleados de la empresa. Acosta, lo cierto es que lo he traído aquí sin hacerle saber bien por qué, y eso puede parecer injusto. Pero es que detrás del obrar de un hombre decente, siempre hay un propósito, eso nos distingue de los demás hombres.

Urmides deja de hablar, esperando algún gesto en el rostro de Acosta que sólo se muestra atónito.

- Pues Acosta, ¿Sabe usted acaso qué hacía yo segundos antes de que viniera?

- La verdad que no, señor. ¿Se encuentra usted bien?

- La verdad que no, Acosta. Pero todas las preguntas tienen la misma respuesta, qué es lo que hacía, si me encuentro bien, y, por supuesto, por qué le he llamado.

Las pausas de Urmides descolocan a un pobre Acosta que empieza a considerar el salir corriendo.

- Yo estaba justo viendo un video, de un hombre vestido con una armadura, entablado en una lucha con un oso negro, Acosta. Creo que esto tomaba lugar en algún lado de Europa oriental. ¿Conoce usted Europa oriental, Acosta?

- La verdad que no, señor. Nunca he estado allí.

- No me diga señor, se lo ruego, dígame Ulises, es mi nombre. Europa oriental. Yo tampoco la conozco. Pero es la tierra de los grandes. La Rusia de Dostoievski y Tolstoi, la Praga de Kafka. ¿Conoce usted a Kafka, Acosta?

- He leído algo, señor.

- Pues debería. ¿Sabe por qué le he contado la experiencia del hombre con el oso negro? No es que pretenda ahondar ahora en la lucha del hombre contra la naturaleza, eso será tema de otro día Acosta, pretendía más bien, fijarme en el otro aspecto de este fenómeno, ¿Qué es?

- No lo sé, señor.

- Ulises, por favor.

- Ulises.

- La banalidad, Acosta. La sagrada banalidad. La banalidad en la que hemos basado nuestra entera civilización, Acosta.

La solemnidad de la frase ha dirigido a Urmides hasta la ventana, mirando él afuera. Y Acosta ya considera cavar un pozo para enterrarse.

- Digame, Acosta, y yo sé que es usted un hombre inteligente. ¿Por qué no peleo yo con el oso? ¿Por qué verlo a través de un monitor? ¿Por qué, con tantas cosas hermosas en la vida, en el mundo, yo me paso los días, de ocho a cinco, de lunes a viernes, viendo videos en internet? Y eso que todavía no he caído en la pornografía.

- Señor.

- Ulises. Lo cierto es, Acosta, que no soy ni un décimo del hombre que soñaba ser. Yo quería ser arqueólogo Acosta, viajar por el mundo descubriendo su pasado. Nunca soñé con ser gerente general en una fábrica de bujías. Nadie sueña con eso, entonces, digamé Acosta, por qué existen las fábricas de bujías.

- ¿Para que existan las bujías? ¿Para usar los autos?

- Los autos. ¿Tiene usted auto, Acosta?

- Sí.

- Digamé, ¿Qué auto tiene usted?

- Un Duna, del ’94.

- Ah, yo tengo un Mercedes. Bueno, dos, en realidad, porque al de mi esposa lo compré yo. Y, ¿Tiene usted hijos? ¿Cuántos años tiene?

- 28, señor, Ulises. 28 años, no tengo hijos.

- Claro. 28 años. Tan joven.

- ¿Y trabaja aquí hace tiempo? ¿Me conoce usted acaso? Personalmente, digo, ¿Es esta nuestra primera reunión?

- No, señor. Ulises. Lo saludé por su cumpleaños la semana pasada. Le regalé un cinto. Marrón con una hebilla dorada.

Urmides se queda pensando un momento. No recuerda nada de eso.

- Pues la verdad que no me acuerdo de usted, ni de nada de lo que dijo. Pero le agradezco el cinto, aunque no creo usarlo, Acosta. Perdón por eso.

- Está bien.

- ¿Y hace mucho que trabaja aquí?

- 6 años.

- Eso es mucho tiempo. ¿Es usted ingeniero, Acosta?

- Contador, señor.

- Contador… ¿Cuál es su problema, entonces? ¿La falta de imaginación?

- ¿Cómo, señor?

- Mire, Acosta. El hecho es que voy a despedirlo. Lo siento, pero es lo mejor para usted.

- ¿Qué?

- Eso, lo que escuchó, Acosta. El asunto es que yo, como me ve. Voy a morir. No como todos, desde luego, sino que estoy muriendo, Acosta. Tengo cáncer y me queda poco tiempo de vida. No se preocupe, usted. No quiero su lástima. Pero si quiero su vida, en algún sentido. ¿Sabía usted, Acosta, que más de la mitad de los lagos del mundo están en Canadá? ¿Conoce usted Canadá, Acosta?

- ¿Qué dice? Perdón, no entiendo. ¿Estoy despedido? ¿Qué hice?

- Tranquilo, Acosta. No hizo usted nada.

- Pero, ¿Estoy despedido, o no?

- Pues naturalmente. Pero no se preocupe. Como le dije, todo hombre decente obra tras de un propósito, y yo tengo uno. ¿Conoce usted Canadá?

- Claro que no conozco Canadá.

- Lo siento. Pero no se preocupe, le queda a usted tiempo, lo que a mi no, y yo tampoco conozco Canadá.

- Perdón, señor, Ulises. Pero no entiendo nada. ¿Me está jodiendo, usted?

- No, para nada. Lo llamé a usted, Acosta, azarosamente, para decirle a usted una verdad. Una verdad que en algún momento, creí poseer, y creí justo compartirla con alguien. Y ese alguien es usted. Está usted despedido Acosta. Pero antes, va a firmar un contrato por ocho años. Ocho años de sueldo va a ser su indemnización, Acosta. Y cuando me pregunten por qué lo despedí, diré que porque me era usted insoportable. No se ofenda, no es eso último cierto, me es usted muy agradable, de hecho. Creo que porque me recuerda a mi de joven. Digame, ¿Tiene computadora, usted, Acosta?

- Sí, señor.

- Bien, la va a destruir. Va a tomar el dinero y va a viajar a Canadá. Va a comprarse un libro de Kafka, Acosta y va a conocer a una mujer. Perdón, pero no estará usted casado, ¿No?

- Tengo una novia.

- Pues entonces viaje con su novia y hágala la mujer más feliz del mundo, Acosta.

- Señor, la verdad es que todo esto me resulta muy extraño y descabellado, ¿Se encuentra usted bien?

Urmides esgrime una sonrisa enorme en su rostro a medida que pulsa nuevamente el botón del teléfono.

- Clara, hágame el favor de despedir a Acosta. Sí, Bruno Acosta – Dice a medida que lee un papel.- Limpie su escritorio. No quiero volver a verlo. – Se vuelve a Acosta. – Listo, está usted despedido. Ahora, sobre mi escritorio, frente a usted, se encuentra su nuevo contrato. Leálo si quiere, pero si confía en mi, y siempre hay que confiar en los hombres que parecen locos Acosta, sólo fírmelo y retírese de mi vista. Llegue a su casa, y rompa su computadora, no la regale, no la venda, no la conserve, rómpala. Llame a su novia y dígale que compró boletos, que se van de vacaciones a Canadá. Y luego compre los boletos, pues irá a comprarlos más decidido y feliz. Y permítame decirle, Acosta, que si vuelvo a verlo con camisa y corbata, voy a atropellarle a usted con mi mercedes. Ahora, por favor, salga de mi vista Acosta, que tenga usted una vida feliz, y mándele saludos míos a su novia.

Acosta, aún perplejo, atinó a firmar el contrato y retirarse con una copia. Cuando llegó a su escritorio estaba este vacío. Mientras tanto, Urmides miraba por la ventana, pensando que ese día, cuando llegase a casa buscaría el cinto marrón con hebilla dorada. Veinte minutos más tarde, caía Urmides en el piso, y lo cierto es que pasaría sus últimos catorce días en el hospital, sufriendo tremendamente. Para ese tiempo, Acosta estaría con su novia visitando el lago Yellowhead, en Canadá y terminando de leer “El castillo”, libro que no le gustaría, pero que le causaría gran incertidumbre. Nunca más trabajaría como contador, aunque si volvería a vestir corbata. Cuando volviese a Argentina, se enteraría que Ulises había muerto, y que su esposa, según decían, se paseaba en un mercedes con un instructor de gimnasio.

Nerón

 Se hacía ver como en un sueño, las cosas difusas y un principio que no se dejaba acordar. Con la mano derecha se tomó la cabeza. Donde una fuerte presión entremezclaba todo, sus pensamientos, sus dolores, todo mezclado con los gritos ahogados, incesantes e inútiles. Y en medio de todo eso estaba Clara mirándole por última vez, diciéndole que le amaba, pero que se marchaba igual, que se iba. Lejos. Todo el barullo de sensaciones se hacía uno con un ardor en los ojos que casi no le permitía abrirlos, y sumado a la oscuridad de la noche, no le dejaban casi visión de dónde se encontraba. Sólo la oscuridad y una luna tapada por los árboles. Sólo esa luz escarlata abajo. Adelante. Y más allá la oscuridad de nuevo, y más acá un olor anaranjado que se le metía por los poros, a la fuerza, inundándolo de perfume de NAPALM, fragancia de cenizas. Y Clara que se iba, y con ella se iba su vida de hombre mediocre, de fracasado sin estatuas y sin su nombre en un diccionario. Y entre eso y el olor, y los ojos, y la presión seguir así un minuto se hacía insoportable. Atinó a pararse, pues desde que lo recordaba que había estado tirado en el piso, entre la tierra y las hojas, y su vida había sido igual de insoportable, y la había vivido. La falta de amor de la mayoría de sus años se había compensado con Clara, ese ángel idiota que había arriesgado con el su propia felicidad. Pero al fin había entendido, al fin comprendía que no había ahí nada más que algunas noches, algunas charlas, nada más. Lo había entendido ella, él ya lo sabía. Lo había asimilado, y ahora quedaba asimilar los gritos, el olor, los ojos ardidos, la cara de Clara, sus ojos mirándole por última vez y las palabras de adiós. Y entre los gritos escuchaba a veces el de Clara, aunque no estaba seguro, y entre la lluvia escarlata aparecía su rostro, y recordaba las noches, y los días. Recordaba hacer el amor a horas insólitas, y recordaba el pueblo al que tanto amaba. La ciudad, y el un hombre inmerso en ella, inmerso en el dolor de cabeza, en el dolor de ojos, y la presión que ya no le permitía pensar. Caminaba algunos pasos atontado, sin rumbo y casi en círculos, pero se parase donde se parase, la luz le fulminaba los ojos, los gritos le atormentaban el alma, y la crueldad le aprisionaba la cabeza, que se volvía tan pesada que ya le era imposible al cuello sostenerla. Se vino abajo. Con fuerza abría los ojos, y la oscuridad lo llamaba, como siempre lo hace. Pero entre la llamada, como una sirena se anunciaba el rojo. Se anunciaban gamas de naranja, tonos de amarillo. Pero por sobre todo un rojo furioso, anhelante de venganza que le buscaba a él entre la oscuridad, como le buscaban los gritos ahogados de los pobres infelices. Y el grito de Clara primero, y después los demás, y después sus propios gritos. Y ahora lo recordaba todo, y la cabeza le pesaba tanto que se le hundía en la tierra, y así empezaba su viaje. Y el olor ya era sabor, era el sabor de la muerte, de los gritos ahogados y el sabor de la mirada de Clara, atragantándose con la mirada de Clara, con los gritos, atragantándose de la muerte naranja, y todo el coctel caliente, llenándole la boca, más y más, y la cabeza que se hundía, y ahí la veía a Clara, toda roja, toda negra, Clara…