¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

viernes, 31 de agosto de 2012

Nerón

 Se hacía ver como en un sueño, las cosas difusas y un principio que no se dejaba acordar. Con la mano derecha se tomó la cabeza. Donde una fuerte presión entremezclaba todo, sus pensamientos, sus dolores, todo mezclado con los gritos ahogados, incesantes e inútiles. Y en medio de todo eso estaba Clara mirándole por última vez, diciéndole que le amaba, pero que se marchaba igual, que se iba. Lejos. Todo el barullo de sensaciones se hacía uno con un ardor en los ojos que casi no le permitía abrirlos, y sumado a la oscuridad de la noche, no le dejaban casi visión de dónde se encontraba. Sólo la oscuridad y una luna tapada por los árboles. Sólo esa luz escarlata abajo. Adelante. Y más allá la oscuridad de nuevo, y más acá un olor anaranjado que se le metía por los poros, a la fuerza, inundándolo de perfume de NAPALM, fragancia de cenizas. Y Clara que se iba, y con ella se iba su vida de hombre mediocre, de fracasado sin estatuas y sin su nombre en un diccionario. Y entre eso y el olor, y los ojos, y la presión seguir así un minuto se hacía insoportable. Atinó a pararse, pues desde que lo recordaba que había estado tirado en el piso, entre la tierra y las hojas, y su vida había sido igual de insoportable, y la había vivido. La falta de amor de la mayoría de sus años se había compensado con Clara, ese ángel idiota que había arriesgado con el su propia felicidad. Pero al fin había entendido, al fin comprendía que no había ahí nada más que algunas noches, algunas charlas, nada más. Lo había entendido ella, él ya lo sabía. Lo había asimilado, y ahora quedaba asimilar los gritos, el olor, los ojos ardidos, la cara de Clara, sus ojos mirándole por última vez y las palabras de adiós. Y entre los gritos escuchaba a veces el de Clara, aunque no estaba seguro, y entre la lluvia escarlata aparecía su rostro, y recordaba las noches, y los días. Recordaba hacer el amor a horas insólitas, y recordaba el pueblo al que tanto amaba. La ciudad, y el un hombre inmerso en ella, inmerso en el dolor de cabeza, en el dolor de ojos, y la presión que ya no le permitía pensar. Caminaba algunos pasos atontado, sin rumbo y casi en círculos, pero se parase donde se parase, la luz le fulminaba los ojos, los gritos le atormentaban el alma, y la crueldad le aprisionaba la cabeza, que se volvía tan pesada que ya le era imposible al cuello sostenerla. Se vino abajo. Con fuerza abría los ojos, y la oscuridad lo llamaba, como siempre lo hace. Pero entre la llamada, como una sirena se anunciaba el rojo. Se anunciaban gamas de naranja, tonos de amarillo. Pero por sobre todo un rojo furioso, anhelante de venganza que le buscaba a él entre la oscuridad, como le buscaban los gritos ahogados de los pobres infelices. Y el grito de Clara primero, y después los demás, y después sus propios gritos. Y ahora lo recordaba todo, y la cabeza le pesaba tanto que se le hundía en la tierra, y así empezaba su viaje. Y el olor ya era sabor, era el sabor de la muerte, de los gritos ahogados y el sabor de la mirada de Clara, atragantándose con la mirada de Clara, con los gritos, atragantándose de la muerte naranja, y todo el coctel caliente, llenándole la boca, más y más, y la cabeza que se hundía, y ahí la veía a Clara, toda roja, toda negra, Clara…

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