- Espere, Mademoiselle, yo la amo.
Sobre su mano estaba la de él, y eso, en algún sentido, le impedía levantarse como lo había planeado. Y la miraba, apoyado en la mesa con las manos, una sobre la suya, con cierta sinceridad desgarradora y rastros de desesperación. Enloquecía.
- Permítame sentarme. Esta historia se cuenta mejor sentado, créame, lo sé.
Y sin que pudiera alcanzar a soltar palabra ya estaba frente a ella. Y sin mover la mano, y no es que lo hubiera deseado, pues a en ese punto ella ya había encontrado en esa mano cierto calor fraternal que venía buscando, quien sabe, en lugares equivocados.
- Es necesario aclarar, antes que nada, que lo que voy a decirle a usted va a sonar total y completamente disparatado, y que, quizás, incluso, lo sea. Pero, ¿No es la vida una cuestión de sentimientos? ¿Y no son estos lo más disparatados de ella?
Sin saber si responder o no, y aún sorprendida por lo raro de la situación, alcanzó a abrir la boca. Pero temerosa de decir algo inapropiado se limitó a mirar a su interlocutor. Tenía el un aspecto tranquilo, casi melancólico. Y cuando hablaba se le formaban arrugas en su frente estrecha. Tenía un bigote fino y la barba le caía del mentón sin unirse con las patillas que caían cada una al costado de su oreja. Daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba, como si el trajín de algunos años malvividos se hubiese posado justo en su rostro, lo que, en épocas de tanta modernidad, no es nada anormal.
- Perdone, sé que está ahora bastante afligida por esta forma de abordarla. Pero me es tan imprescindible como incorrecta. Puesto que me hubiese gustado antes, invitarle un café.
En algún momento había quitado su mano de la de ella, y ella no se había dado cuenta, y las había juntado sobre la mesa. Movía los dedos con nerviosismo cuando hablaba y se había despertado en la dama un sentimiento nuevo, mientras el caballero hablaba lentamente, y sacaba del bolsillo de su fino frac un cigarrillo que encendía sin perder la elegancia, pero fumaba con aires de desesperación.
- Lo que aquí sucede, mademoiselle, si me permite ser franco. Y no me refiero a la clase de franqueza que encontrará usted entre sus amigos o familiares, en una fiesta, y ni siquiera en su propio hogar. Me refiero a la verdadera franqueza sostenida sólo por un total y completo extraño, en este caso, yo.
Ella sólo podía atinar a mirarlo. Y quizás también a desear que pusiera de nuevo su mano donde había estado antes. Pero notaba poco a poco que ese caballero tan amable le remitía a algo que en ese preciso instante se le antojaba imposible de expresar, aún para sí misma.
- Como he dicho, lo que aquí sucede, no es nada extraño. Se trata de un caballero, como yo, hablando con una mujer, en este caso usted. Y esto, querida, ¿Puedo llamarle así, verdad? De todas maneras lo haré. Esto, querida, no sólo es mucho más viejo que nosotros, sino que es la base de nuestra existencia, o por lo menos de un aspecto de ella.
- Perdone usted. – Habló por fin. – Pero me ha dicho cosas un tanto extrañas, y así es también la manera en que se ha manejado conmigo. Quizás yo no sea la persona más instruida, y por eso no llegue a entenderlo. Pero es que usted ni siquiera se ha presentado.
- Tiene usted toda la razón querida. Pero es que ha sido un error mío. He caído preso de lo que espero no sea una ilusión, y es, en parte, el creer que ya nos hemos conocido cientos de veces, y por eso, ante la familiaridad que su presencia me sugiere, me ha parecido inútil presentarme.
- Entonces, ¿Usted es?
- Yo, mademoiselle, soy un hombre. En el sentido más sencillo de la palabra.
- No juegue usted conmigo, me ha hablado de todas estas cosas tan bellas, pero no me ha dicho su nombre.
- Como le he dicho antes, mon chérie, deberá usted perdonarme. Pero ante lo que quiero decirle no necesitamos nombres, de hecho, nos serían desastrosos. No se debe manchar con los nombres el anonimato y la universalidad de los sentimientos.
- Pues ahora sí que no le entiendo.
- Lo sé. Pero confíe en mí. Déjeme por unos minutos hablar con usted, y si al cabo de ese tiempo no entiende aún lo que tengo que decirle entonces me marcharé.
Lo miró unos segundos. No quería responder rápido para no dar lugar a malentendidos. Pero ya tenía la respuesta, y la había obtenido de los ojos que la miraban hace tiempo, profundos, negros y contenedores de una angustia visible.
- Tiene usted el tiempo que desee.
- Perfecto.
- Pero sin excederse.
- Por supuesto, querida. Lo que menos quiero es extender un momento que debe dudar sólo eso, lo que deba. Pero permítame antes encender otro cigarrillo. ¿Es que quiere usted uno?
- No, gracias. Pero adelante.
- Perfecto.
Sacó otro cigarrillo que encendió de la misma forma, luego de aspirar lenta y profundamente lo apagó en el cenicero y se inclino en la silla hacia ella, tomando de nuevo su mano entre las suyas.
- Le dije que, yace en lo profundo de nosotros. De nosotros, no de usted y yo. La base de la existencia humana. El amor.
Cuando pronunció esas palabras, ella se desilusionó un poco. No sabía qué, pero esperaba otra cosa.
- No me diga usted que se ha tomado el trabajo de crear toda esta intriga simplemente para abordar la primera dama que se le cruzase.
La miró con temor que ella vio en sus ojos y en como arrugó la frente. Sin soltar su mano, se inclinó hacia atrás. Ella le miraba impasible.
- Tiene usted razón. Si bien mi forma de hablar con usted no es la más adecuada, es la única posible mademoiselle. O, por lo menos, así le creo yo.
- Está bien, prosiga usted. Pero si lo que pretende es hablarme de amor, siento anunciarle que ha escogido un mal momento, y muy probablemente, una mala interlocutora. – Digo ella con una sonrisa. Él también sonrió.
- Créame que no he sido yo quien ha elegido.
- ¿Entonces quién?
- Pues, no lo sé.
- ¿Se refiere usted al destino?
- Me refiero simplemente, al hecho de que yo esté aquí, sentado frente a usted, justo en este momento, justo ahora, sosteniendo su mano entre la mía, sin que usted la haya retirado en todo este tiempo.
Alguien hubiera esperado una sonrisa pícara. Pero no había en su rostro más que la angustia, el notado paso del tiempo y la desesperación. Ella miró su mano y primero pensó en retirarla, pero quizás eso hubiera sido darle con el gusto.
- Tiene usted razón. Si me perdona, he encontrado en su mano un lugar agradable para poner la mía.
- Exacto. ¿Sabe usted por qué?
- Pues, no realmente. No creo que haya una razón en particular.
- Sin embargo lo encuentra usted agradable.
- No voy a repetir eso. – Dijo con una sonrisa.
- Está bien. Bueno. ¿Usted ha elegido que yo ponga mi mano allí?
- No.
- Pues ciertamente no. He sido yo quien lo ha hecho, y ni siquiera yo sé por qué. Pero este hecho ínfimo y su razón de ser pertenece a algo más allá de nuestro entendimiento, y es de eso de lo que quiero hablarle. Pues yo, de todas las personas sentadas en este lugar, me he sentado a su frente. Y créame que no ha sido una decisión razonada ni he planeado esto. Simplemente me ha sido imprescindible sentarme frente a usted para intercambiar algunas palabras.
- ¿Y eso significa algo?
- Y eso, mon chérie, significa toda la cosa.
- ¿Qué cosa?
- El amor, pues. Que, como dije antes, yo, mademoiselle, la amo.
- Pero usted no me conoce.
- Claro que no.
- ¿Y cómo puede usted amar a un completo extraño?
- Pues porque mi amor por usted escapa del plano racional humano y pertenece, y esto es mi teoría, quizás a un sentido más primitivo del sentimiento. Antes de que se hubiese contaminado con nombres y títulos.
- Eso suena un tanto extraño.
- Pero acaso, querida, ¿No ama el niño a su madre desde el primer momento en el que la ve? Y quizás incluso desde antes, pues es recién cuando nace, que puede manifestarlo, pero quién conoce los sentimientos de un niño en pleno vientre materno.
- Pero eso es diferente, es amor maternal. Instinto puro.
- Tiene razón. Es amor maternal. Pero mi amor por usted, es también puro instinto. Me muevo por el sentimiento apenas. Me he levantado de mi mesa y caminado hasta aquí sólo por eso. Sin saber por qué. Sólo con la obligación moral de que si no hablaba con usted, le cometería un fallo al destino y a la vida misma. Y quizás por eso me encontraba yo aquí. Y lo mismo con usted.
- Perdone. No es que dude de sus intenciones. Pero lo que dice se me presenta demasiado bello.
- ¿Para ser cierto?
- Exacto.
- Mon chérie, día a día se nos ha hecho creer que en el mundo no suceden cosas bellas.
- Puede ser.
- Lo es. Y el amor, me ha hecho creer que las cosas bellas abundan, y, permítame decírselo, sobre todo en usted.
- ¿En mí? ¿Qué quiere decir?
- Quiero decir que es usted una arbitraria composición de cosas bellas.
- ¿Y qué son esas cosas?
- Pero es que usted me pide demasiado.
- Tiene razón, disculpe.
- Su boca.
- ¿Cómo?
- Su boca, es una de esas cosas. Pero sobre todo la risa que esconde. Y que he descubierto hace unos momentos.
Ella intentó en vano ocultar su sonrisa. Él apretó su mano un poco.
- Ahora por favor, déjeme terminar de acomodar mis ideas.
- Continúe.
- Pues, como decía. Me mueve el amor. Pero no es sólo eso. No es el amor egoísta que encuentra uno a la salida de las fiestas de salón. No. Es del tipo de amor desinteresado. Acusado, como le dije, por una obligación moral que me hinca en el estómago.
- Suena un poco feo.
- Lo es, en parte. Lo sería si no me hubiese yo decidido a hablarle.
- Qué suerte que lo ha hecho, entonces.
Se podría decir que su mano había encontrado su lugar en el mundo bajo la de él. Se podría decir que le había creído.
- Lo siento. Pero debo confesar que creo cada una de sus palabras.
- ¿Y por qué se disculpa usted?
- Pues. En algún sentido, yo le amo. Pero temo que su amor sea muy diferente al mío. Que no tiene ahora nada de desinteresado o instintivo. Quiero, sólo porque me lo fijo en la mente con un futuro, que su mano no se mueva de ahí, y hablar con usted toda la noche, hasta que los camareros nos corran de este lugar. Pero eso es sólo porque sin saber los motivos, con usted me siento bien.
- Pero no debe usted temer. – Dijo mientras encendía otro cigarrillo. – Mi amor tampoco es en un cien por ciento desinteresado. Me mueve la esperanza. Y ese ideal a futuro imposible de sacar de mi limitada conciencia, no tiene una pizca de desinterés.
- ¿Es que intenta usted convencerme de algo?
- No. En absoluto. Sólo comunicárselo. De lo contrario hubiera sido miserable. Si estoy en lo correcto y nuestro amor pertenece a un universo ya perdido, entonces encontrará en mi lo que yo encuentro en usted. Y si no, nuestra conversación no ha sido más que agradable.
Hacía frío afuera. Las personas elegían las galerías cubiertas y los restaurantes para resguardarse del frío. Era inevitable pensar cuántas situaciones iguales sucedían ahora. Si había sucedido antes alguna así. Si sucedería.
Sobre su mano estaba la de él, y eso, en algún sentido, le impedía levantarse como lo había planeado. Y la miraba, apoyado en la mesa con las manos, una sobre la suya, con cierta sinceridad desgarradora y rastros de desesperación. Enloquecía.
- Permítame sentarme. Esta historia se cuenta mejor sentado, créame, lo sé.
Y sin que pudiera alcanzar a soltar palabra ya estaba frente a ella. Y sin mover la mano, y no es que lo hubiera deseado, pues a en ese punto ella ya había encontrado en esa mano cierto calor fraternal que venía buscando, quien sabe, en lugares equivocados.
- Es necesario aclarar, antes que nada, que lo que voy a decirle a usted va a sonar total y completamente disparatado, y que, quizás, incluso, lo sea. Pero, ¿No es la vida una cuestión de sentimientos? ¿Y no son estos lo más disparatados de ella?
Sin saber si responder o no, y aún sorprendida por lo raro de la situación, alcanzó a abrir la boca. Pero temerosa de decir algo inapropiado se limitó a mirar a su interlocutor. Tenía el un aspecto tranquilo, casi melancólico. Y cuando hablaba se le formaban arrugas en su frente estrecha. Tenía un bigote fino y la barba le caía del mentón sin unirse con las patillas que caían cada una al costado de su oreja. Daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba, como si el trajín de algunos años malvividos se hubiese posado justo en su rostro, lo que, en épocas de tanta modernidad, no es nada anormal.
- Perdone, sé que está ahora bastante afligida por esta forma de abordarla. Pero me es tan imprescindible como incorrecta. Puesto que me hubiese gustado antes, invitarle un café.
En algún momento había quitado su mano de la de ella, y ella no se había dado cuenta, y las había juntado sobre la mesa. Movía los dedos con nerviosismo cuando hablaba y se había despertado en la dama un sentimiento nuevo, mientras el caballero hablaba lentamente, y sacaba del bolsillo de su fino frac un cigarrillo que encendía sin perder la elegancia, pero fumaba con aires de desesperación.
- Lo que aquí sucede, mademoiselle, si me permite ser franco. Y no me refiero a la clase de franqueza que encontrará usted entre sus amigos o familiares, en una fiesta, y ni siquiera en su propio hogar. Me refiero a la verdadera franqueza sostenida sólo por un total y completo extraño, en este caso, yo.
Ella sólo podía atinar a mirarlo. Y quizás también a desear que pusiera de nuevo su mano donde había estado antes. Pero notaba poco a poco que ese caballero tan amable le remitía a algo que en ese preciso instante se le antojaba imposible de expresar, aún para sí misma.
- Como he dicho, lo que aquí sucede, no es nada extraño. Se trata de un caballero, como yo, hablando con una mujer, en este caso usted. Y esto, querida, ¿Puedo llamarle así, verdad? De todas maneras lo haré. Esto, querida, no sólo es mucho más viejo que nosotros, sino que es la base de nuestra existencia, o por lo menos de un aspecto de ella.
- Perdone usted. – Habló por fin. – Pero me ha dicho cosas un tanto extrañas, y así es también la manera en que se ha manejado conmigo. Quizás yo no sea la persona más instruida, y por eso no llegue a entenderlo. Pero es que usted ni siquiera se ha presentado.
- Tiene usted toda la razón querida. Pero es que ha sido un error mío. He caído preso de lo que espero no sea una ilusión, y es, en parte, el creer que ya nos hemos conocido cientos de veces, y por eso, ante la familiaridad que su presencia me sugiere, me ha parecido inútil presentarme.
- Entonces, ¿Usted es?
- Yo, mademoiselle, soy un hombre. En el sentido más sencillo de la palabra.
- No juegue usted conmigo, me ha hablado de todas estas cosas tan bellas, pero no me ha dicho su nombre.
- Como le he dicho antes, mon chérie, deberá usted perdonarme. Pero ante lo que quiero decirle no necesitamos nombres, de hecho, nos serían desastrosos. No se debe manchar con los nombres el anonimato y la universalidad de los sentimientos.
- Pues ahora sí que no le entiendo.
- Lo sé. Pero confíe en mí. Déjeme por unos minutos hablar con usted, y si al cabo de ese tiempo no entiende aún lo que tengo que decirle entonces me marcharé.
Lo miró unos segundos. No quería responder rápido para no dar lugar a malentendidos. Pero ya tenía la respuesta, y la había obtenido de los ojos que la miraban hace tiempo, profundos, negros y contenedores de una angustia visible.
- Tiene usted el tiempo que desee.
- Perfecto.
- Pero sin excederse.
- Por supuesto, querida. Lo que menos quiero es extender un momento que debe dudar sólo eso, lo que deba. Pero permítame antes encender otro cigarrillo. ¿Es que quiere usted uno?
- No, gracias. Pero adelante.
- Perfecto.
Sacó otro cigarrillo que encendió de la misma forma, luego de aspirar lenta y profundamente lo apagó en el cenicero y se inclino en la silla hacia ella, tomando de nuevo su mano entre las suyas.
- Le dije que, yace en lo profundo de nosotros. De nosotros, no de usted y yo. La base de la existencia humana. El amor.
Cuando pronunció esas palabras, ella se desilusionó un poco. No sabía qué, pero esperaba otra cosa.
- No me diga usted que se ha tomado el trabajo de crear toda esta intriga simplemente para abordar la primera dama que se le cruzase.
La miró con temor que ella vio en sus ojos y en como arrugó la frente. Sin soltar su mano, se inclinó hacia atrás. Ella le miraba impasible.
- Tiene usted razón. Si bien mi forma de hablar con usted no es la más adecuada, es la única posible mademoiselle. O, por lo menos, así le creo yo.
- Está bien, prosiga usted. Pero si lo que pretende es hablarme de amor, siento anunciarle que ha escogido un mal momento, y muy probablemente, una mala interlocutora. – Digo ella con una sonrisa. Él también sonrió.
- Créame que no he sido yo quien ha elegido.
- ¿Entonces quién?
- Pues, no lo sé.
- ¿Se refiere usted al destino?
- Me refiero simplemente, al hecho de que yo esté aquí, sentado frente a usted, justo en este momento, justo ahora, sosteniendo su mano entre la mía, sin que usted la haya retirado en todo este tiempo.
Alguien hubiera esperado una sonrisa pícara. Pero no había en su rostro más que la angustia, el notado paso del tiempo y la desesperación. Ella miró su mano y primero pensó en retirarla, pero quizás eso hubiera sido darle con el gusto.
- Tiene usted razón. Si me perdona, he encontrado en su mano un lugar agradable para poner la mía.
- Exacto. ¿Sabe usted por qué?
- Pues, no realmente. No creo que haya una razón en particular.
- Sin embargo lo encuentra usted agradable.
- No voy a repetir eso. – Dijo con una sonrisa.
- Está bien. Bueno. ¿Usted ha elegido que yo ponga mi mano allí?
- No.
- Pues ciertamente no. He sido yo quien lo ha hecho, y ni siquiera yo sé por qué. Pero este hecho ínfimo y su razón de ser pertenece a algo más allá de nuestro entendimiento, y es de eso de lo que quiero hablarle. Pues yo, de todas las personas sentadas en este lugar, me he sentado a su frente. Y créame que no ha sido una decisión razonada ni he planeado esto. Simplemente me ha sido imprescindible sentarme frente a usted para intercambiar algunas palabras.
- ¿Y eso significa algo?
- Y eso, mon chérie, significa toda la cosa.
- ¿Qué cosa?
- El amor, pues. Que, como dije antes, yo, mademoiselle, la amo.
- Pero usted no me conoce.
- Claro que no.
- ¿Y cómo puede usted amar a un completo extraño?
- Pues porque mi amor por usted escapa del plano racional humano y pertenece, y esto es mi teoría, quizás a un sentido más primitivo del sentimiento. Antes de que se hubiese contaminado con nombres y títulos.
- Eso suena un tanto extraño.
- Pero acaso, querida, ¿No ama el niño a su madre desde el primer momento en el que la ve? Y quizás incluso desde antes, pues es recién cuando nace, que puede manifestarlo, pero quién conoce los sentimientos de un niño en pleno vientre materno.
- Pero eso es diferente, es amor maternal. Instinto puro.
- Tiene razón. Es amor maternal. Pero mi amor por usted, es también puro instinto. Me muevo por el sentimiento apenas. Me he levantado de mi mesa y caminado hasta aquí sólo por eso. Sin saber por qué. Sólo con la obligación moral de que si no hablaba con usted, le cometería un fallo al destino y a la vida misma. Y quizás por eso me encontraba yo aquí. Y lo mismo con usted.
- Perdone. No es que dude de sus intenciones. Pero lo que dice se me presenta demasiado bello.
- ¿Para ser cierto?
- Exacto.
- Mon chérie, día a día se nos ha hecho creer que en el mundo no suceden cosas bellas.
- Puede ser.
- Lo es. Y el amor, me ha hecho creer que las cosas bellas abundan, y, permítame decírselo, sobre todo en usted.
- ¿En mí? ¿Qué quiere decir?
- Quiero decir que es usted una arbitraria composición de cosas bellas.
- ¿Y qué son esas cosas?
- Pero es que usted me pide demasiado.
- Tiene razón, disculpe.
- Su boca.
- ¿Cómo?
- Su boca, es una de esas cosas. Pero sobre todo la risa que esconde. Y que he descubierto hace unos momentos.
Ella intentó en vano ocultar su sonrisa. Él apretó su mano un poco.
- Ahora por favor, déjeme terminar de acomodar mis ideas.
- Continúe.
- Pues, como decía. Me mueve el amor. Pero no es sólo eso. No es el amor egoísta que encuentra uno a la salida de las fiestas de salón. No. Es del tipo de amor desinteresado. Acusado, como le dije, por una obligación moral que me hinca en el estómago.
- Suena un poco feo.
- Lo es, en parte. Lo sería si no me hubiese yo decidido a hablarle.
- Qué suerte que lo ha hecho, entonces.
Se podría decir que su mano había encontrado su lugar en el mundo bajo la de él. Se podría decir que le había creído.
- Lo siento. Pero debo confesar que creo cada una de sus palabras.
- ¿Y por qué se disculpa usted?
- Pues. En algún sentido, yo le amo. Pero temo que su amor sea muy diferente al mío. Que no tiene ahora nada de desinteresado o instintivo. Quiero, sólo porque me lo fijo en la mente con un futuro, que su mano no se mueva de ahí, y hablar con usted toda la noche, hasta que los camareros nos corran de este lugar. Pero eso es sólo porque sin saber los motivos, con usted me siento bien.
- Pero no debe usted temer. – Dijo mientras encendía otro cigarrillo. – Mi amor tampoco es en un cien por ciento desinteresado. Me mueve la esperanza. Y ese ideal a futuro imposible de sacar de mi limitada conciencia, no tiene una pizca de desinterés.
- ¿Es que intenta usted convencerme de algo?
- No. En absoluto. Sólo comunicárselo. De lo contrario hubiera sido miserable. Si estoy en lo correcto y nuestro amor pertenece a un universo ya perdido, entonces encontrará en mi lo que yo encuentro en usted. Y si no, nuestra conversación no ha sido más que agradable.
Hacía frío afuera. Las personas elegían las galerías cubiertas y los restaurantes para resguardarse del frío. Era inevitable pensar cuántas situaciones iguales sucedían ahora. Si había sucedido antes alguna así. Si sucedería.
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