¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Minuto

Con la mandíbula atrapada entre las dos manos, y los codos apoyados en la mesa, da la impresión de uno de esos novedosos muebles de vanguardia, sumamente cómodos y ampliamente ergonómicos, adquiribles por un más que razonable precio, dentro de la razonabilidad de los precios de los novedosos muebles de vanguardia, en alguna de esas sumamente pequeñas y acogedoras sucursales de casas de diseño que se encuentran recientemente ubicadas a lo largo de las primeras cuadras de la avenida del extremo sur. Sus ojos son los de una pintura, quietos. Inmóviles hace minutos, las pupilas parecen apuntar a algo. Quizás al juego de mate, quizás a algún lugar donde estuvo alguna vez. Seguramente algo le hizo recordarle y ahora se puso a pensar en él. Él, que hace tanto que no está. O tan poco y parece tanto.
Aún en la misma posición, sigue mirando algo, o quizás nada. Quizás no mira a nada porque eso es lo que él es, o por lo menos lo que es ahora. Porque en algún momento, seguro que fue algo, fue algo para ella y para muchos más. Pero ahora es nada.
Ya, perdida la cuenta del tiempo que lleva allí, sin moverse, sin moverse, como él… Ella lo extraña, lo siente en cada movimiento, cada pensamiento, cada partícula, pero aún así, lo extraña. Y quizás por eso tiene aprisionada la mandíbula, quizás por eso parece un mueble con los ojos quietos, si es que los muebles tienen ojos. Y quizás por eso que hace ya cinco minutos que suena el timbre y no se levantó a atender. Igual de seguro que es la señora de Miranda que viene a ver cómo está. Como si el hecho de que la señora de Miranda viese como está ella ayudase en algo, capaz no a ella, pero a algún ser viviente en cualquier rincón del universo, y no sólo a la señora de Miranda que no tiene nada mejor en qué ocupar su tiempo libre que viendo como está ella.
Si hay algo inexplicable y misterioso en la señora de Miranda, es la cualidad casi extrahumana que tiene para aparecer justo en estos momentos, cuando ella tiene la cara en una prisión, no tiene mirada y parece una silla. O a lo mejor cuando logra mantener el equilibrio por horas, asemejándose a un lujoso perchero, apoyada en sus brazos sobre la mesada de la cocina, mirando algún punto fijo en la pared, que no existe. O la vez que podando el jardín se quedó como un banquito, mirando los tulipanes que él plantó. Hace tan poco, hace tanto. Pero ella no piensa en muebles, ni en tulipanes, ni en la señora de Miranda con sus masitas para tomar el té de las cinco. ¿Son las cinco ya? ¿Cuánto tiempo ha estado así? A lo mejor la señora de Miranda no trae masitas, y en vez trae el buraco para someterla a esa tortura que es intentar concentrarse en el juego teniendo que escuchar todos los secretos habidos y por haber que tiene cualquier habitante de Larrute quinta cuadra y sus alrededores.
Al momento que el sonido del timbre cesa, o ella ha logrado la notable capacidad de no escucharlo, sigue en la misma posición de cara enjaulada y aspecto de otomana rara. Es rara, y eso a él le gustaba. Se queda un poco más tranquila, aún en su ensimismamiento, porque la señora de Miranda ya se fue. Ahora está del todo tranquila para pensar en él, para recordarlo, porque ahora, es lo único que puede hacer.
¿Y si a lo mejor no era la señora de Miranda? ¿Si era él? ¿Bien peinadito como nunca, con un ramo de flores en la mano? No, eso es imposible, se tranquiliza. Eso es físicamente imposible. De donde él está no se vuelve, no le permiten allí a uno ausentarse para una visita, por más corta que sea, por más que sea sólo para llevarle un ramo de flores a alguien que lo necesita más que nunca. ¿Lo necesita? Ella cree que si. Cree que necesita. Cree que por eso es que esta ya hace más de una hora sentada con la cabeza presa, mirando a la nada. A lo mejor mira a la nada justamente porque allí no hay nada, porque está vacío. Y porque a ese vacío puede llenarlo él.
Puede aparecerse allí, en la nada, con los escasos pelos enmarañados y la sonrisa grande, como siempre. En mangas de camisa y pantalón de vestir, pero con zapatillas. Ahí, donde ella mira. O donde no mira, porque no hay nada. Ahí, en frente suyo, sentado, mirándola, sonriéndole picaronamente. Verla sonreír a ella, verla acercársele, sentarse más cerca suyo, prepararle un mate, verla escuchar sus historias, verla feliz al tenerle...

La señal de alarma del suspiro hace que las manos, dedo por dedo, desde el meñique al índice liberen la cara, los codos se levanten lentamente de la mesa, donde ahora van a parar los brazos. Los ojos, sordos, aún no se mueven. Parecen no haber recibido la señal. Permanecen quietos, allí, precisos, apuntando a ese único punto que es la nada, creyendo ver, por un segundo aunque sea, cabellos, camisas y sonrisas, ojos que oyen historias, ojos, que pegados a la cabeza como están, se levantan junto con ella, y ahí, en frente suyo, no hay nada, no hay unas medias azul oscuro entre el pantalón de vestir y las zapatillas, impecables.

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