¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

miércoles, 2 de enero de 2013

Flores azules




-          Entonces, ¿Eso es lo que estás pensando, no? Que esta ciudad no es para nada romántica.
Mario dice eso mientras le sirve un vaso de cerveza a Ana. Mario y Ana rondan los veintitantos. Mario trae una camisa a cuadros sobre una remera gastada. A simple vista no parece para nada un hombre limpio.
-          No, estoy diciendo que este pueblucho no es para nada romántico.
Ana, en cambio, es una mujer muy delicada. Es muy delgada, casi al punto que muestra cierta fragilidad. Tiene los dedos finos y se aferra con ellos al vaso de aluminio. Con su otra mano se toca el pelo. Mario está hablando mientras ha ido a buscar maní o aceitunas para acompañar la cerveza a la cocina.
-          Te equivocás. – Mario entra trayendo un pequeño platito con aceitunas. El platito es bordó, y tiene una grieta. Ana se ha reído de la grieta y del platito, toda la precariedad de la casa de Mario le causa un poco de gracia. Se ríe de lo que ella considera una declaración de soltería e independencia malograda. Él no lo nota y ella dice que las aceitunas están ricas mientras come una.
-          ¿Así que me equivoco?
-          En efecto. Sé que esta ciudad no es la mejor, quizás. Y que el calor, - Y ahora Mario señala al ventilador que está en el piso. Es cuadrado, grande y muy feo. – e incluso la música que nos acompaña en este momento, - En una casa que quizás esté al lado, quizás atrás, suena una canción de cumbia. Se hace difícil identificar cuál es. – no sean lo que vos considerás exactamente una bella nuit, mais, mademoiselle, il faut regarder au-delà.
Ana sonríe. Le encanta cuando Mario habla en francés, pero le encanta aún más el hecho de que lo haga en un francés terrible. La cerveza se ha calentado rápidamente en el vaso, y se le ha subido un poco a la cabeza, ahora lo mira a él a los ojos. Los tiene negros y pequeños, con un diminuto brillo blanco. Negros como el carbón. Sin embargo, él está demasiado metido en su argumento para notar todo esto.
-          Detrás de la mala música, del calor abrasador, de la gente hostil y vulgar, - Ahora Mario se ha parado y ha caminado por el living mientras hablaba, como un orador. – se esconde una ciudad totalmente nueva. Hermosa, cubierta de terrazas y flores. Y si prestás atención olés el jazmín, y el calor no es tan malo cuando las personas hacen el amor, y cuando llueve, cuando llueve y la lluvia golpea las brasas del pavimento. Oh, Dios, sí que vale la pena vivir aquí che.
En ese momento Ana iba a decir algo. No sabemos qué. Mario la interrumpe.
-          Pero si mi hábil oratoria, si mi noble elocuencia no la conforman, doncella. Entonces déjeme contarle una historia. Pero antes, - Y ahora Mario camina medio tambaleándose hacia la computadora y prende unos grandes parlantes. – un poco de música.
La canción es The man I love, es Ella la que canta. Y mientras el piano suena tímido esperando la voz, el calor ya no se siente tanto, una brisa fresca cruza la ventana abierta y mueve levemente el pelo castaño de Ana, tan levemente que Mario no sabe si es cierto ese movimiento, o producto de su imaginativa. Ella lo lleva corto, hasta los hombros. Tiene el pelo fino y un poco ondulado. Los ojos son verdes y él siente frescura al verlos. Ella se ha puesto un vestido verde también. Verde musgo que le llega lento casi hasta las rodillas. Y un escote en el que él ha estado buscando toda la noche. Buscando quién sabe qué. Y mientras la mujer canta, él se sienta.
-          Esto pasó. Realmente. Acá. En San Miguel de Tucumán. O no. O quizás sea todo un invento, de todas formas, no importa.
Y ella sin saber bien si es por la música, por la cerveza, o por los ojos de él, se sumerge de lleno en la historia, poniendo una risa, mostrando los dientes, apoyando la cara en la mano derecha. Con la izquierda todavía en el vaso. Sintiendo las gotas caer por las paredes de aluminio.

Todo empieza aquí cerca, pongamos que en calle tal entre tal y cual. No tiene sentido aclarar que es de noche, pero lo haré de todas formas. Es una noche normal, con estrellas y mucho calor, una noche de verano donde no hay nadie afuera. Todos duermen ya y la luna no es excepcional ni poco menos. Sin embargo un tipo, y digamos que se llama Juan, o Pedro, (Pero a Ana le gusta más que no tenga nombre, así que no lo tiene) o simplemente un tipo ha tenido una mala noche. Lo cierto es que no llegué a enterarme muy bien por qué, o qué le pasó, pero es indudable que cuando lo ves caminar en la forma en que camina, con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos, arrastrando los pies, que ha tenido una mala noche. Ahora, no sé bien qué nos lleva a nosotros los hombres a caminar solos cuando estamos tristes o nos ha pasado algo, qué se yo. Pero nos gusta caminar solos, y más de noche. No te rías, es serio. En fin, el tipo ha estado caminando ya un par de cuadras, digamos unas seis cuadras y media, cuando ve, en una casa vieja, no tan vieja como esta, una pequeña lucecita en el techo. Confieso que una luz en un techo o terraza no es nada raro de noche, por lo menos para mí, y corre igual para nuestro personaje, así que simplemente la evita y sigue caminando. Son las cinco de la mañana o algo así y nadie anda por ahí. Pero se da cuenta que es tarde cuando ve que un colectivo pasa por la calle. Y cuando se da cuenta, no ha estado caminando. Se ha quedado a menos de una cuadra de la lucecita. Al principio no le llama para nada la atención. Al contrario, tiene sed, o hambre, no sabe bien. Pero es seguro que quiere entrar a algún lugar y comprarse algo, pensando que quizás eso solucione lo que sea que le angustie, aunque sea por un momento. Pero por más que mire hacia todos lados no hay nada abierto todavía. Ya habrás visto que aquí las cosas no suelen abrir ni muy tarde ni muy temprano. Como decía, cerca de donde está, mejor dicho justo en la calle en donde está, que no es una calle sino más un boulevard, sólo que en la platabanda están las vías del tren. Supongamos que no hay un taxi cerca y se le han acabado las ganas de caminar y piensa que lo mejor es volver a casa, que queda seguramente lejos, de otra forma no buscaría un taxi. De modo que da media vuelta y vuelve sobre sus pasos acercándose al centro. Ahora, quizás el centro no sea muy romántico con los vendedores de películas grabadas en el cine o compilados de quinientos temas musicales, pero a esta hora no hay casi nadie. Todo esto ni importa, porque nunca llega al centro, porque, aunque estaba pensando en llegar al centro, que no estaba lejos, digamos a tres o cuatro cuadras, se da cuenta que está parado justo bajo la lucecita, y no sólo eso, se da cuenta que esa lucecita es un foco, y que es azul. Sí, es azul. Es un foco azul chiquito que cuelga de un portalámparas sostenido por un tubo de hierro. Ahora, comosellame, no tiene idea de por qué, pero golpea la puerta de la casa en un acto impulsivo y espontáneo. Pero nadie atiende. Como se da cuenta que ya son más de las cinco de la mañana no vuelve a golpear. Pero se sienta en la vereda y comienza a tararear una canción. Luego la canta. La canción, y esto sí importa, es Alma de diamante, de Spinetta. Él la conoce y la canta. Y la escucha. Si, la escucha desde arriba, desde la terraza. En la terraza, donde estaba el foquito, está sonando la canción. Así que se levanta y mira a la terraza. Tiene tres pilares de un metro más o menos, de cemento golpeado por la humedad, y rejas azules en forma de flores. Podría decirte dónde es esa casa, o podría dejarte con la duda, así, cuando la encontrés, si es que lo hacés, vas a poner la sonrisa esa que estás poniendo justo ahora.

Ahora mismo, Mario y Ana tienen ambos ganas de besarse, y hacer el amor en el piso sucio de Mario. Pero serán pacientes e irán a la cama. La historia, sin embargo, no la terminará. Así que es imposible para mí saber si pasó o no, si sólo se la estaba inventando para conseguir un polvo. Lo que sí, escuché Alma de diamante por primera vez. Me gustó, y a veces la canto cuando camino. Y sí, por ahí miro para arriba a ver si me encuentro unas flores azules. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Hisopos



  El doctor dice que es una inflamación nomás, pero adivino en la cara de Luisa que para ella es mucho más. En todo el camino al consultorio no me ha dirigido la mirada, la tiene fija en el camino y de vez en cuando echa una ojeada al retrovisor. Ella maneja y yo no. No sé, nunca aprendí y tampoco pienso hacerlo ya pasados los cuarenta. Si de mí dependiese, no permitiría nunca que me lleve al médico, pero el mocoso le contó que me quejaba de la oreja y el otro día cuando vino a dejarlo a casa insistió. No puedo decirle que no a Luisa. Tiene algo en los ojos que me hace actuar como un idiota, y entiéndase esta frase sin ningún tipo de romanticismo barato de tarjeta de día de los enamorados. Si es por algo que me dejó fue por actuar como un idiota, y desde luego que me arrepiento de ello, pero si tuviera que hacerlo de nuevo haría todo igual, por el simple hecho de que siempre hice lo que quería, en el momento en que quería.

 De manera que me subió a su auto y cruzamos la ciudad para ir al médico. Luisa trae una campera de cuero. Nunca se la vi antes y nunca había usado una. Supongo que será la nueva Luisa, la que viene sin mí. Quizás la haga sentir autosuficiente o algo así, como si fuera algo normal para una mujer luego de un divorcio. Yo en mangas de camisa me quejé del aire acondicionado que había en el consultorio, pero parece que ella ni me escuchó, y si lo hizo mucho no le importó. Parecía su hijo, o peor, su mascota. Llevarme al médico de las narices. Sé que es una estupidez pero de todas formas tengo que hacerlo y no puedo evitar decirle si quiere tomar un café conmigo. Luisa mientras dobla por la avenida balbucea sobre un asunto que tiene pendiente y para el que ya llega tarde, yo le digo que para qué diablos me lleva al médico entonces y no me contesta. El médico dice que deje de usar hisopos, pero está loco si cree que voy a hacerlo. Yo le dije que si tuviese que dejarlos, tendría que empezar con el opio. Luisa no rio, el médico tampoco. Odio cuando no me contesta, esa condescendencia. Lo peor es que no reconoce que se acabó, su vida, digo. Que perdió los mejores años con un idiota como yo. Por suerte está el niño y es algo que tenemos en común, y de vez en cuando le va con el chisme de que me duelen las orejas y me lleva al médico. Así puedo verla un tiempo, a los ojos. 

jueves, 6 de septiembre de 2012

Bajo la otra luna



 Ese olor a recuerdo, a odio compungido que desatan los párpados abiertos, la mirada fija. Él no lo sabe. Casi se podría decir que la transpiración chorrea por su frente y por el metal. Me dejo ver, me dejo sentir, aunque esté tan lejos, tan lejos de mi cama y de mí. Él no lo sabe pero yo miro la luna y me pregunto no sé bien si en un manotazo de ahogado si la voy a volver a ver. Si va a seguir ahí. Porque capaz que es la luna la que se va y no yo. Y también me pregunto si tenía que ser así. Terminar de esta forma, aunque quizás más que un fin sea un principio, la mitad de un principio, o el desarrollo del final del nudo de nuestras vidas, la mía y la de él, ambas juntas a dos metros de distancia. Está a dos metros y cree que no lo veo. Miro como duda, siento su miedo, siento su tristeza a dos metros de distancia. Y a dos metros parece que está la luna que brilla como diciéndome es un pecado morir en una noche como esta. Como cuando fuimos a caminar una noche en la playa, en Mar del Plata. No era ni primavera creo, y un viento helado cruzaba como una flecha la playa sola, desierta, la playa para nosotros. Y cruzaba el viento a meterse en la ciudad, en la otra parte, entre las casas bajas y los edificios, entrar en los departamentos vacíos de una ciudad que es dos ciudades. Y todo esto lo pensaba yo mientras el me agarraba fuerte de la cintura, como si el mar fuese a llevarme, y ahí, cuando éramos felices, pensé que el mar nunca me llevaría. No fue así.

 Años más tarde me acordaría de esa noche, así como ahora me la mostraba la luna, me acordaría del frío en los tobillos, de la mano caliente, de mis arañazos en su espalda, de la arena bajo la mía. Me acordaría de todos nuestros momentos y lloraría, sola, ya sin él. Y nadie estaría ahí para secarme las lágrimas. Y vería ya el odio, los párpados abiertos, vería la mano en la frente chorreando sudor como cataratas, vería los ojos destruidos, vería la congoja, el dolor. Sobre todo vería el dolor y lloraría aún más. Porque el camino estaba hecho. La luna estaba pensada ya para esta noche, no importase qué sucediera. Y eso era lo más escalofriante. Eso y que él no sabía, no sabía. Y yo sabía que no sabía porque no podía ser de otra forma. No lo imaginaba distinto. Era así menos doloroso. Para él, porque la luna y su belleza me infringían a mi una punzada en el estómago que parecía que me iba a arrastrar a la locura. A gritarle, a abrazarlo, a rogarle perdón. A pedirle que venga a la cama conmigo, que hagamos el amor, pero no. Pero ya estaba dicho todo y yo ya había aceptado el destino hacía tiempo. Ya había llorado lo suficiente y ahora quedaba enfrentarlo todo, ser mujer.
 Miré la luna y sonreí. Sentí el pinchazo en la espalda. Primero uno y después otro. Pensé que iba a haber más ruido. Cerré los ojos. Hubiera sido terrible que sepa, que sepa que estaba despierta todo el tiempo.

viernes, 31 de agosto de 2012

Epílogos



El ingeniero Urmides es un hombre respetable. Aunque podría ser tildado de poco práctico si se lo viera haciendo click repetidamente en el mouse de su computadora, mirando fijo al monitor. Por la puerta entra Acosta, joven empleado de unos 28 años. Acosta viste camisa y corbata, aunque está un poco despeinado. A Urmides le gusta eso, le recuerda a su propia juventud. Acosta cierra la puerta tras de sí y se queda frente a ella, quieto y callado.

- Señor, - Dice - ¿Quería verme?

- Pero ¿Quién es usted?

- Acosta, señor. Me mandó a llamar, ¿No?

Urmides mira un poco desconfiado, pero no es de culpársele, tiene la mente turbia en estos momentos. Luego de unos segundos presiona un botón en su teléfono. La voz magnetizada responde.

- ¿Si?

- Clara, ¿Yo mandé a llamar a Acosta?

- Sí, señor. Acaba de pasar a su oficina.

- Sí, está acá ahora. Dice que lo mandé a llamar, pero la verdad es que no me acuerdo.

- Sí señor, usted lo mandó a llamar.

- Bueno, Clara, gracias. Eso es todo.

- Bueno.

Urmides suelta el botón y mira a Acosta, no sin cierto encanto. Se levanta, mientras indica a Acosta la silla frente a su escritorio.

- Siéntese, Acosta.

Acosta obedece, Urmides se sienta sobre el escritorio.

- Acosta… Acosta… - Repite en voz baja. Luego grita. - ¡Acosta! Por supuesto, es usted Acosta.

Acosta no sabe qué sucede. Comienza a temer la locura de Urmides.

- Acosta, ya sé quién es usted, lo he sabido toda la vida. Acosta, usted es el primer empleado que figura en mi nómina, verá. Acosta, su apellido empieza con A, y es usted yo, y todos los demás empleados de la empresa. Acosta, lo cierto es que lo he traído aquí sin hacerle saber bien por qué, y eso puede parecer injusto. Pero es que detrás del obrar de un hombre decente, siempre hay un propósito, eso nos distingue de los demás hombres.

Urmides deja de hablar, esperando algún gesto en el rostro de Acosta que sólo se muestra atónito.

- Pues Acosta, ¿Sabe usted acaso qué hacía yo segundos antes de que viniera?

- La verdad que no, señor. ¿Se encuentra usted bien?

- La verdad que no, Acosta. Pero todas las preguntas tienen la misma respuesta, qué es lo que hacía, si me encuentro bien, y, por supuesto, por qué le he llamado.

Las pausas de Urmides descolocan a un pobre Acosta que empieza a considerar el salir corriendo.

- Yo estaba justo viendo un video, de un hombre vestido con una armadura, entablado en una lucha con un oso negro, Acosta. Creo que esto tomaba lugar en algún lado de Europa oriental. ¿Conoce usted Europa oriental, Acosta?

- La verdad que no, señor. Nunca he estado allí.

- No me diga señor, se lo ruego, dígame Ulises, es mi nombre. Europa oriental. Yo tampoco la conozco. Pero es la tierra de los grandes. La Rusia de Dostoievski y Tolstoi, la Praga de Kafka. ¿Conoce usted a Kafka, Acosta?

- He leído algo, señor.

- Pues debería. ¿Sabe por qué le he contado la experiencia del hombre con el oso negro? No es que pretenda ahondar ahora en la lucha del hombre contra la naturaleza, eso será tema de otro día Acosta, pretendía más bien, fijarme en el otro aspecto de este fenómeno, ¿Qué es?

- No lo sé, señor.

- Ulises, por favor.

- Ulises.

- La banalidad, Acosta. La sagrada banalidad. La banalidad en la que hemos basado nuestra entera civilización, Acosta.

La solemnidad de la frase ha dirigido a Urmides hasta la ventana, mirando él afuera. Y Acosta ya considera cavar un pozo para enterrarse.

- Digame, Acosta, y yo sé que es usted un hombre inteligente. ¿Por qué no peleo yo con el oso? ¿Por qué verlo a través de un monitor? ¿Por qué, con tantas cosas hermosas en la vida, en el mundo, yo me paso los días, de ocho a cinco, de lunes a viernes, viendo videos en internet? Y eso que todavía no he caído en la pornografía.

- Señor.

- Ulises. Lo cierto es, Acosta, que no soy ni un décimo del hombre que soñaba ser. Yo quería ser arqueólogo Acosta, viajar por el mundo descubriendo su pasado. Nunca soñé con ser gerente general en una fábrica de bujías. Nadie sueña con eso, entonces, digamé Acosta, por qué existen las fábricas de bujías.

- ¿Para que existan las bujías? ¿Para usar los autos?

- Los autos. ¿Tiene usted auto, Acosta?

- Sí.

- Digamé, ¿Qué auto tiene usted?

- Un Duna, del ’94.

- Ah, yo tengo un Mercedes. Bueno, dos, en realidad, porque al de mi esposa lo compré yo. Y, ¿Tiene usted hijos? ¿Cuántos años tiene?

- 28, señor, Ulises. 28 años, no tengo hijos.

- Claro. 28 años. Tan joven.

- ¿Y trabaja aquí hace tiempo? ¿Me conoce usted acaso? Personalmente, digo, ¿Es esta nuestra primera reunión?

- No, señor. Ulises. Lo saludé por su cumpleaños la semana pasada. Le regalé un cinto. Marrón con una hebilla dorada.

Urmides se queda pensando un momento. No recuerda nada de eso.

- Pues la verdad que no me acuerdo de usted, ni de nada de lo que dijo. Pero le agradezco el cinto, aunque no creo usarlo, Acosta. Perdón por eso.

- Está bien.

- ¿Y hace mucho que trabaja aquí?

- 6 años.

- Eso es mucho tiempo. ¿Es usted ingeniero, Acosta?

- Contador, señor.

- Contador… ¿Cuál es su problema, entonces? ¿La falta de imaginación?

- ¿Cómo, señor?

- Mire, Acosta. El hecho es que voy a despedirlo. Lo siento, pero es lo mejor para usted.

- ¿Qué?

- Eso, lo que escuchó, Acosta. El asunto es que yo, como me ve. Voy a morir. No como todos, desde luego, sino que estoy muriendo, Acosta. Tengo cáncer y me queda poco tiempo de vida. No se preocupe, usted. No quiero su lástima. Pero si quiero su vida, en algún sentido. ¿Sabía usted, Acosta, que más de la mitad de los lagos del mundo están en Canadá? ¿Conoce usted Canadá, Acosta?

- ¿Qué dice? Perdón, no entiendo. ¿Estoy despedido? ¿Qué hice?

- Tranquilo, Acosta. No hizo usted nada.

- Pero, ¿Estoy despedido, o no?

- Pues naturalmente. Pero no se preocupe. Como le dije, todo hombre decente obra tras de un propósito, y yo tengo uno. ¿Conoce usted Canadá?

- Claro que no conozco Canadá.

- Lo siento. Pero no se preocupe, le queda a usted tiempo, lo que a mi no, y yo tampoco conozco Canadá.

- Perdón, señor, Ulises. Pero no entiendo nada. ¿Me está jodiendo, usted?

- No, para nada. Lo llamé a usted, Acosta, azarosamente, para decirle a usted una verdad. Una verdad que en algún momento, creí poseer, y creí justo compartirla con alguien. Y ese alguien es usted. Está usted despedido Acosta. Pero antes, va a firmar un contrato por ocho años. Ocho años de sueldo va a ser su indemnización, Acosta. Y cuando me pregunten por qué lo despedí, diré que porque me era usted insoportable. No se ofenda, no es eso último cierto, me es usted muy agradable, de hecho. Creo que porque me recuerda a mi de joven. Digame, ¿Tiene computadora, usted, Acosta?

- Sí, señor.

- Bien, la va a destruir. Va a tomar el dinero y va a viajar a Canadá. Va a comprarse un libro de Kafka, Acosta y va a conocer a una mujer. Perdón, pero no estará usted casado, ¿No?

- Tengo una novia.

- Pues entonces viaje con su novia y hágala la mujer más feliz del mundo, Acosta.

- Señor, la verdad es que todo esto me resulta muy extraño y descabellado, ¿Se encuentra usted bien?

Urmides esgrime una sonrisa enorme en su rostro a medida que pulsa nuevamente el botón del teléfono.

- Clara, hágame el favor de despedir a Acosta. Sí, Bruno Acosta – Dice a medida que lee un papel.- Limpie su escritorio. No quiero volver a verlo. – Se vuelve a Acosta. – Listo, está usted despedido. Ahora, sobre mi escritorio, frente a usted, se encuentra su nuevo contrato. Leálo si quiere, pero si confía en mi, y siempre hay que confiar en los hombres que parecen locos Acosta, sólo fírmelo y retírese de mi vista. Llegue a su casa, y rompa su computadora, no la regale, no la venda, no la conserve, rómpala. Llame a su novia y dígale que compró boletos, que se van de vacaciones a Canadá. Y luego compre los boletos, pues irá a comprarlos más decidido y feliz. Y permítame decirle, Acosta, que si vuelvo a verlo con camisa y corbata, voy a atropellarle a usted con mi mercedes. Ahora, por favor, salga de mi vista Acosta, que tenga usted una vida feliz, y mándele saludos míos a su novia.

Acosta, aún perplejo, atinó a firmar el contrato y retirarse con una copia. Cuando llegó a su escritorio estaba este vacío. Mientras tanto, Urmides miraba por la ventana, pensando que ese día, cuando llegase a casa buscaría el cinto marrón con hebilla dorada. Veinte minutos más tarde, caía Urmides en el piso, y lo cierto es que pasaría sus últimos catorce días en el hospital, sufriendo tremendamente. Para ese tiempo, Acosta estaría con su novia visitando el lago Yellowhead, en Canadá y terminando de leer “El castillo”, libro que no le gustaría, pero que le causaría gran incertidumbre. Nunca más trabajaría como contador, aunque si volvería a vestir corbata. Cuando volviese a Argentina, se enteraría que Ulises había muerto, y que su esposa, según decían, se paseaba en un mercedes con un instructor de gimnasio.

Nerón

 Se hacía ver como en un sueño, las cosas difusas y un principio que no se dejaba acordar. Con la mano derecha se tomó la cabeza. Donde una fuerte presión entremezclaba todo, sus pensamientos, sus dolores, todo mezclado con los gritos ahogados, incesantes e inútiles. Y en medio de todo eso estaba Clara mirándole por última vez, diciéndole que le amaba, pero que se marchaba igual, que se iba. Lejos. Todo el barullo de sensaciones se hacía uno con un ardor en los ojos que casi no le permitía abrirlos, y sumado a la oscuridad de la noche, no le dejaban casi visión de dónde se encontraba. Sólo la oscuridad y una luna tapada por los árboles. Sólo esa luz escarlata abajo. Adelante. Y más allá la oscuridad de nuevo, y más acá un olor anaranjado que se le metía por los poros, a la fuerza, inundándolo de perfume de NAPALM, fragancia de cenizas. Y Clara que se iba, y con ella se iba su vida de hombre mediocre, de fracasado sin estatuas y sin su nombre en un diccionario. Y entre eso y el olor, y los ojos, y la presión seguir así un minuto se hacía insoportable. Atinó a pararse, pues desde que lo recordaba que había estado tirado en el piso, entre la tierra y las hojas, y su vida había sido igual de insoportable, y la había vivido. La falta de amor de la mayoría de sus años se había compensado con Clara, ese ángel idiota que había arriesgado con el su propia felicidad. Pero al fin había entendido, al fin comprendía que no había ahí nada más que algunas noches, algunas charlas, nada más. Lo había entendido ella, él ya lo sabía. Lo había asimilado, y ahora quedaba asimilar los gritos, el olor, los ojos ardidos, la cara de Clara, sus ojos mirándole por última vez y las palabras de adiós. Y entre los gritos escuchaba a veces el de Clara, aunque no estaba seguro, y entre la lluvia escarlata aparecía su rostro, y recordaba las noches, y los días. Recordaba hacer el amor a horas insólitas, y recordaba el pueblo al que tanto amaba. La ciudad, y el un hombre inmerso en ella, inmerso en el dolor de cabeza, en el dolor de ojos, y la presión que ya no le permitía pensar. Caminaba algunos pasos atontado, sin rumbo y casi en círculos, pero se parase donde se parase, la luz le fulminaba los ojos, los gritos le atormentaban el alma, y la crueldad le aprisionaba la cabeza, que se volvía tan pesada que ya le era imposible al cuello sostenerla. Se vino abajo. Con fuerza abría los ojos, y la oscuridad lo llamaba, como siempre lo hace. Pero entre la llamada, como una sirena se anunciaba el rojo. Se anunciaban gamas de naranja, tonos de amarillo. Pero por sobre todo un rojo furioso, anhelante de venganza que le buscaba a él entre la oscuridad, como le buscaban los gritos ahogados de los pobres infelices. Y el grito de Clara primero, y después los demás, y después sus propios gritos. Y ahora lo recordaba todo, y la cabeza le pesaba tanto que se le hundía en la tierra, y así empezaba su viaje. Y el olor ya era sabor, era el sabor de la muerte, de los gritos ahogados y el sabor de la mirada de Clara, atragantándose con la mirada de Clara, con los gritos, atragantándose de la muerte naranja, y todo el coctel caliente, llenándole la boca, más y más, y la cabeza que se hundía, y ahí la veía a Clara, toda roja, toda negra, Clara…

domingo, 8 de julio de 2012

A alguien que desconozco.



A veces le cuesta a uno no encontrarse mujeres en los puentes, la ausencia de noches blancas se vuelve insoportable, y entonces no queda otra que ahogar las penas en lo primero que se nos ponga delante, y si es un vaso de whisky mejor. Y a veces, en invierno sobre todo, y cuando hace mucho frío, hay días en que los colores se ven más fuertes, sobre todo el rojo. Y en el aire, junto con el rocío se siente una especie de infinitud. Y esa destrucción de los límites, y ese pensar que quizás ahora, en Varsovia una muchacha conoce al amor de su vida, le llevan a uno a caminar por ahí sin preguntarse a dónde, y a pensar si Varsovia no está muy lejos, y si esa muchacha no estará todavía esperando. Son días especiales, donde la lluvia no moja, pero el olor a cigarro mojado si llega. Donde los colectivos están llenos y una buena película es una compañía aceptable. Pero sin puentes, sin nieve, sin trineos, nada de rendez-vous y a la vuelta de la esquina sólo otro charco donde meter la pata si uno va mirando los colores de la calle, sobre todo el rojo, y no la calle propiamente dicha.

Lina metió media bota en el charco ese lunes, y eso que comenzar la semana mojándose los pies con dos grados centígrados de temperatura no es bueno. Pero se limitó a sacudir la cabeza y seguir caminando. Y así, mirando los árboles, y así un par de cuadras más adelante, resulta que vio su reflejo en un vidrio. El gorro de lana, el piloto azul marino que le quedaba un poco grande y apenas se separaba un poco del tobillo. Y más abajo la bota mojada. Le fue difícil contener esa carcajada y a mi me pareció encantador ver una muchacha riendo ante su propia imagen, cosa que siempre me ha parecido de lo más necesario en la vida de uno.

“Allá adelante, está la muerte”. (Instrucciones para dar cuerda al reloj, Julio Cortázar)

Hola. Hola. Vi que te reías. Sí, ya se. Ufa, esta parece ser una conversación infranqueable, ¿No? Puede ser, no es que sea mi intención. ¿Caminas? Si, es una de mis tantas habilidades. Siempre es bueno saberlo, ¿Caminamos? Está bien, después de todo parece que compartimos esa habilidad.

Y ahí, sin puente, sin nieve, ni trineos, sin inmensidades pero con infinitudes, podía encontrar yo algo. Y pensé en algo que había leído alguna vez no recuerdo dónde, pero parafraseando, decía más o menos así: “No son las cosas las que nos hacen felices, sino nuestra manera de verlas”.

- ¿A dónde vas?

- ¿Es esa una manera de empezar una conversación? – Contestó. Tenía las manos bien metidas en los bolsillos del abrigo.

- Bueno, lamento decirte que nuestra conversación ha empezado hace un rato.

- De hecho, pensaba más en eso como una especie de prólogo.

- Puede ser.

Me miró. En ese momento quise saber si ella disfrutaba tanto del silencio como yo mientras caminábamos y los vehículos pasaban fugaces al lado nuestro. Y aun así, yo sentía que éramos nosotros quienes íbamos más rápido.

- Hay días – Empecé – En que los colores parecen más fuertes, ¿No te parece? Sobre todo en invierno.

- No lo había pensado. Pero puede ser. Aunque, estamos en otoño todavía.

- ¿Otoño?

- Sí. Es 17 de Marzo. Creo que eso acaba con tu teoría.

- Bueno, era más bien una tesis. Había estado trabajando en ella un tiempo.

Ella rio.

- Lo siento mucho.

- Pasará.

- Aunque…

- ¿Aunque?

- Se podría decir que el rojo de hoy.

- Lo sé.

Caminamos unas cuadras más y ella se detuvo. Supongo que en ese momento muchas cosas se detenían, y no pude evitar pensar si en Varsovia también alguien se había detenido.

- Hasta aquí llego.

- Ha sido un placer.

- Lo ha sido.

- Adios.

- Adios.

La vi irse un tiempo, incluso después de que se fue. La vi irse en un bar más tarde, y luego, al llegar a mi casa y tirarme en la cama, la vi irse un rato más. Durante unos días la vi irse. Pero con el tiempo fue pasando, con el tiempo se iba cada vez menos (o más), hasta que supongo que se terminó de ir. Dejé de caminar. Escribo esto en verano, y ya los colores no son iguales, ni yo tampoco lo soy. Ya no camino tanto. Y hace unos meses que creo se fue. Pero aun no puedo evitar pensar algunas veces en lo que le sucede a esa chica en Varsovia. Si fue tan feliz como yo. Si hizo lo mismo. Si aun lo ve irse.

miércoles, 13 de junio de 2012

No se sabe por qué.

-  Espere, Mademoiselle, yo la amo.

Sobre su mano estaba la de él, y eso, en algún sentido, le impedía levantarse como lo había planeado. Y la miraba, apoyado en la mesa con las manos, una sobre la suya, con cierta sinceridad desgarradora y rastros de desesperación. Enloquecía.

- Permítame sentarme. Esta historia se cuenta mejor sentado, créame, lo sé.

Y sin que pudiera alcanzar a soltar palabra ya estaba frente a ella. Y sin mover la mano, y no es que lo hubiera deseado, pues a en ese punto ella ya había encontrado en esa mano cierto calor fraternal que venía buscando, quien sabe, en lugares equivocados.

- Es necesario aclarar, antes que nada, que lo que voy a decirle a usted va a sonar total y completamente disparatado, y que, quizás, incluso, lo sea. Pero, ¿No es la vida una cuestión de sentimientos? ¿Y no son estos lo más disparatados de ella?

Sin saber si responder o no, y aún sorprendida por lo raro de la situación, alcanzó a abrir la boca. Pero temerosa de decir algo inapropiado se limitó a mirar a su interlocutor. Tenía el un aspecto tranquilo, casi melancólico. Y cuando hablaba se le formaban arrugas en su frente estrecha. Tenía un bigote fino y la barba le caía del mentón sin unirse con las patillas que caían cada una al costado de su oreja. Daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba, como si el trajín de algunos años malvividos se hubiese posado justo en su rostro, lo que, en épocas de tanta modernidad, no es nada anormal.

- Perdone, sé que está ahora bastante afligida por esta forma de abordarla. Pero me es tan imprescindible como incorrecta. Puesto que me hubiese gustado antes, invitarle un café.

En algún momento había quitado su mano de la de ella, y ella no se había dado cuenta, y las había juntado sobre la mesa. Movía los dedos con nerviosismo cuando hablaba y se había despertado en la dama un sentimiento nuevo, mientras el caballero hablaba lentamente, y sacaba del bolsillo de su fino frac un cigarrillo que encendía sin perder la elegancia, pero fumaba con aires de desesperación.

- Lo que aquí sucede, mademoiselle, si me permite ser franco. Y no me refiero a la clase de franqueza que encontrará usted entre sus amigos o familiares, en una fiesta, y ni siquiera en su propio hogar. Me refiero a la verdadera franqueza sostenida sólo por un total y completo extraño, en este caso, yo.

Ella sólo podía atinar a mirarlo. Y quizás también a desear que pusiera de nuevo su mano donde había estado antes. Pero notaba poco a poco que ese caballero tan amable le remitía a algo que en ese preciso instante se le antojaba imposible de expresar, aún para sí misma.

- Como he dicho, lo que aquí sucede, no es nada extraño. Se trata de un caballero, como yo, hablando con una mujer, en este caso usted. Y esto, querida, ¿Puedo llamarle así, verdad? De todas maneras lo haré. Esto, querida, no sólo es mucho más viejo que nosotros, sino que es la base de nuestra existencia, o por lo menos de un aspecto de ella.

- Perdone usted. – Habló por fin. – Pero me ha dicho cosas un tanto extrañas, y así es también la manera en que se ha manejado conmigo. Quizás yo no sea la persona más instruida, y por eso no llegue a entenderlo. Pero es que usted ni siquiera se ha presentado.

- Tiene usted toda la razón querida. Pero es que ha sido un error mío. He caído preso de lo que espero no sea una ilusión, y es, en parte, el creer que ya nos hemos conocido cientos de veces, y por eso, ante la familiaridad que su presencia me sugiere, me ha parecido inútil presentarme.

- Entonces, ¿Usted es?

- Yo, mademoiselle, soy un hombre. En el sentido más sencillo de la palabra.

- No juegue usted conmigo, me ha hablado de todas estas cosas tan bellas, pero no me ha dicho su nombre.

- Como le he dicho antes, mon chérie, deberá usted perdonarme. Pero ante lo que quiero decirle no necesitamos nombres, de hecho, nos serían desastrosos. No se debe manchar con los nombres el anonimato y la universalidad de los sentimientos.

- Pues ahora sí que no le entiendo.

- Lo sé. Pero confíe en mí. Déjeme por unos minutos hablar con usted, y si al cabo de ese tiempo no entiende aún lo que tengo que decirle entonces me marcharé.

Lo miró unos segundos. No quería responder rápido para no dar lugar a malentendidos. Pero ya tenía la respuesta, y la había obtenido de los ojos que la miraban hace tiempo, profundos, negros y contenedores de una angustia visible.

- Tiene usted el tiempo que desee.

- Perfecto.

- Pero sin excederse.

- Por supuesto, querida. Lo que menos quiero es extender un momento que debe dudar sólo eso, lo que deba. Pero permítame antes encender otro cigarrillo. ¿Es que quiere usted uno?

- No, gracias. Pero adelante.

- Perfecto.

Sacó otro cigarrillo que encendió de la misma forma, luego de aspirar lenta y profundamente lo apagó en el cenicero y se inclino en la silla hacia ella, tomando de nuevo su mano entre las suyas.

- Le dije que, yace en lo profundo de nosotros. De nosotros, no de usted y yo. La base de la existencia humana. El amor.

Cuando pronunció esas palabras, ella se desilusionó un poco. No sabía qué, pero esperaba otra cosa.

- No me diga usted que se ha tomado el trabajo de crear toda esta intriga simplemente para abordar la primera dama que se le cruzase.

La miró con temor que ella vio en sus ojos y en como arrugó la frente. Sin soltar su mano, se inclinó hacia atrás. Ella le miraba impasible.

- Tiene usted razón. Si bien mi forma de hablar con usted no es la más adecuada, es la única posible mademoiselle. O, por lo menos, así le creo yo.

- Está bien, prosiga usted. Pero si lo que pretende es hablarme de amor, siento anunciarle que ha escogido un mal momento, y muy probablemente, una mala interlocutora. – Digo ella con una sonrisa. Él también sonrió.

- Créame que no he sido yo quien ha elegido.

- ¿Entonces quién?

- Pues, no lo sé.

- ¿Se refiere usted al destino?

- Me refiero simplemente, al hecho de que yo esté aquí, sentado frente a usted, justo en este momento, justo ahora, sosteniendo su mano entre la mía, sin que usted la haya retirado en todo este tiempo.

Alguien hubiera esperado una sonrisa pícara. Pero no había en su rostro más que la angustia, el notado paso del tiempo y la desesperación. Ella miró su mano y primero pensó en retirarla, pero quizás eso hubiera sido darle con el gusto.

- Tiene usted razón. Si me perdona, he encontrado en su mano un lugar agradable para poner la mía.

- Exacto. ¿Sabe usted por qué?

- Pues, no realmente. No creo que haya una razón en particular.

- Sin embargo lo encuentra usted agradable.

- No voy a repetir eso. – Dijo con una sonrisa.

- Está bien. Bueno. ¿Usted ha elegido que yo ponga mi mano allí?

- No.

- Pues ciertamente no. He sido yo quien lo ha hecho, y ni siquiera yo sé por qué. Pero este hecho ínfimo y su razón de ser pertenece a algo más allá de nuestro entendimiento, y es de eso de lo que quiero hablarle. Pues yo, de todas las personas sentadas en este lugar, me he sentado a su frente. Y créame que no ha sido una decisión razonada ni he planeado esto. Simplemente me ha sido imprescindible sentarme frente a usted para intercambiar algunas palabras.

- ¿Y eso significa algo?

- Y eso, mon chérie, significa toda la cosa.

- ¿Qué cosa?

- El amor, pues. Que, como dije antes, yo, mademoiselle, la amo.

- Pero usted no me conoce.

- Claro que no.

- ¿Y cómo puede usted amar a un completo extraño?

- Pues porque mi amor por usted escapa del plano racional humano y pertenece, y esto es mi teoría, quizás a un sentido más primitivo del sentimiento. Antes de que se hubiese contaminado con nombres y títulos.

- Eso suena un tanto extraño.

- Pero acaso, querida, ¿No ama el niño a su madre desde el primer momento en el que la ve? Y quizás incluso desde antes, pues es recién cuando nace, que puede manifestarlo, pero quién conoce los sentimientos de un niño en pleno vientre materno.

- Pero eso es diferente, es amor maternal. Instinto puro.

- Tiene razón. Es amor maternal. Pero mi amor por usted, es también puro instinto. Me muevo por el sentimiento apenas. Me he levantado de mi mesa y caminado hasta aquí sólo por eso. Sin saber por qué. Sólo con la obligación moral de que si no hablaba con usted, le cometería un fallo al destino y a la vida misma. Y quizás por eso me encontraba yo aquí. Y lo mismo con usted.

- Perdone. No es que dude de sus intenciones. Pero lo que dice se me presenta demasiado bello.

- ¿Para ser cierto?

- Exacto.

- Mon chérie, día a día se nos ha hecho creer que en el mundo no suceden cosas bellas.

- Puede ser.

- Lo es. Y el amor, me ha hecho creer que las cosas bellas abundan, y, permítame decírselo, sobre todo en usted.

- ¿En mí? ¿Qué quiere decir?

- Quiero decir que es usted una arbitraria composición de cosas bellas.

- ¿Y qué son esas cosas?

- Pero es que usted me pide demasiado.

- Tiene razón, disculpe.

- Su boca.

- ¿Cómo?

- Su boca, es una de esas cosas. Pero sobre todo la risa que esconde. Y que he descubierto hace unos momentos.

Ella intentó en vano ocultar su sonrisa. Él apretó su mano un poco.

- Ahora por favor, déjeme terminar de acomodar mis ideas.

- Continúe.

- Pues, como decía. Me mueve el amor. Pero no es sólo eso. No es el amor egoísta que encuentra uno a la salida de las fiestas de salón. No. Es del tipo de amor desinteresado. Acusado, como le dije, por una obligación moral que me hinca en el estómago.

- Suena un poco feo.

- Lo es, en parte. Lo sería si no me hubiese yo decidido a hablarle.

- Qué suerte que lo ha hecho, entonces.

Se podría decir que su mano había encontrado su lugar en el mundo bajo la de él. Se podría decir que le había creído.

- Lo siento. Pero debo confesar que creo cada una de sus palabras.

- ¿Y por qué se disculpa usted?

- Pues. En algún sentido, yo le amo. Pero temo que su amor sea muy diferente al mío. Que no tiene ahora nada de desinteresado o instintivo. Quiero, sólo porque me lo fijo en la mente con un futuro, que su mano no se mueva de ahí, y hablar con usted toda la noche, hasta que los camareros nos corran de este lugar. Pero eso es sólo porque sin saber los motivos, con usted me siento bien.

- Pero no debe usted temer. – Dijo mientras encendía otro cigarrillo. – Mi amor tampoco es en un cien por ciento desinteresado. Me mueve la esperanza. Y ese ideal a futuro imposible de sacar de mi limitada conciencia, no tiene una pizca de desinterés.

- ¿Es que intenta usted convencerme de algo?

- No. En absoluto. Sólo comunicárselo. De lo contrario hubiera sido miserable. Si estoy en lo correcto y nuestro amor pertenece a un universo ya perdido, entonces encontrará en mi lo que yo encuentro en usted. Y si no, nuestra conversación no ha sido más que agradable.

Hacía frío afuera. Las personas elegían las galerías cubiertas y los restaurantes para resguardarse del frío. Era inevitable pensar cuántas situaciones iguales sucedían ahora. Si había sucedido antes alguna así. Si sucedería.