¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

sábado, 28 de enero de 2012

Sin título II

El cuerpo de Héctor yace en el sofá del living, pero su mente no. Está, seguro paseando por otros lugares, diferentes realidades, otros momentos, disfrutando en otros universos, observando un paisaje bello, viendo una puesta de sol o un hermoso amanecer, olfateando tulipanes, margaritas, rosas, lirios y lavanda, o tal vez el olor a pan recién horneado, el perfume de una bella mujer, degustando festines y bebiendo un buen vino, oyendo dulces melodías, o el simple sonido que implica la quietud y tranquilidad de un arroyo, sintiendo en su rostro la suave brisa de primavera y el escaso calor que provoca sobre uno el sol en esa época del año. Pero no es primavera, o al menos no según el calendario que cuelga en la puerta, no según la estufa prendida y tampoco según los árboles, que afuera, sin hojas parecen rendirse sin luchar ante el ciclo de su vida. La vida, su ciclo, piensa Héctor, el sabe que se va a morir y mientras se moja el dedo para cambiar la página del libro que lee se pregunta que tiene de raro que él sepa que se va a morir, todos lo saben, o al menos es bastante obvio, pero, sin embargo, lo tortura. Al lado, el teléfono, ese frío y maldito aparato que no hace más que condenar a las personas a charlar sin mirarse a los ojos cuando hablan, y si, claro, ¿Qué tiene de extraño que el sepa que se va a morir?, no fue raro cuando se lo dijeron ni como se lo dijeron. Recuerda el frio del estetoscopio alejándose suavemente de su espalda, el apretón de manos con el médico segundos después de escuchar la lamentable noticia, la expresión de este, en un intento fallido de cierta empatía imposible de sentir por parte de alguien que ve morir gente todos los días. Héctor sonrió, pensó de nuevo en los arboles, él, desde luego, no era un árbol, no se rendía, impotente, ante el ciclo de la vida. No, él definitivamente no quería morir, ahora no. Había tantas cosas por hacer, lugares por visitar, flores por cortar y mujeres por descubrir. Héctor nunca había amado a nadie, o si? Pensó… lo había hecho? Quizás la abismal distancia temporal entre aquellos momentos de plenitud y esta nueva era caracterizada por su cuerpo en el sillón había eliminado todo tipo de enlace en sus recuerdos. Volvió a sonreír, claro que había amado, y mucho. De sus ojos cayó una lágrima, solo una, al acordarse de aquella tarde en Madrid. Ella era hermosa. Demasiado quizás, el siempre se burlaba de ello, la verdad es que le asustaba un poco que sea tan bella. Quizás porque él no lo era tanto. Ella quería ser actriz, el no tenía la más puta idea de lo que quería. Sólo sabía que la quería a ella. Obviamente como todo amor fugaz terminó. Ella se fue y de su belleza sólo quedó un recuerdo, un pañuelo de seda y una carta que Héctor tenía guardados en un cofre, que reposaba calmo ahora sobre su regazo. Pensó, quizás por un segundo en abrirlo, en leer aquella carta, en confirmar, que el perfume seguía, obviamente cada vez más débil, en aquel pañuelo, esfumándose lentamente como el recuerdo que le unía a aquella mujer. Vuelve a mirar a los árboles, es poca la gente que transita la calle en la que vive ahora, quizás el frio los mantenga en sus casas, quizás todos estén como él, recordando, añorando, en vez de disfrutar de una tarde de otoño. Se inclina por la primera opción, mientras un impulso lo hace levantarse y servirse un vaso de Cognac mientras se decide a vivir. Quiere amar, quiere ser amado, quiere conocer, experimentar, sentir, en fin quiere vivir. A fin de cuentas, que importa que se esté por morir. No es un árbol, puede luchar. Tal vez pueda irse, esa misma noche, viajar, conocer, amar, odiar, ser amado, ser odiado, temer, en fin: vivir. Tal vez, tal vez lo hubiese hecho si no fuera porque ni si quiera llegó a tomar el cognac. Quizás si el vaso no hubiese caído, al mismo tiempo que su cuerpo sobre la alfombra lo hubiese hecho. Y en fin, que tiene de raro que Héctor sepa que se va a morir, todos lo sabemos.

jueves, 26 de enero de 2012

Una piedrita redonda.

Ahora que me pongo a pensarlo bien, en frío, no me acuerdo exactamente a quién se le ocurrió la idea. Pero si recuerdo el violento puñetazo que le dio Martín en la mesa la tarde que apareció casi corriendo por los pasillos de la pensión con un diario bajo el brazo y pasando indiferente ante Juanita que lo esperaba con una sonrisa para contarle que le habían ofrecido un nuevo puesto en el trabajo, donde las horas eran menos y la paga más. Después del puñetazo se tomó el trago que había en la mesa, y que creo que era de Luis, y se secó el frondoso bigote con la manga de la camisa. A todo esto, yo me encontraba en un rincón de la pequeña habitación, Luis apoyado junto a la ventana, se había venido a nuestro cuarto al igual que Lila, quien había pasado la noche aquí. Juana estaba aún con el uniforme del trabajo, sentada en el piso junto a la puerta que Martín había cruzado, hace minutos como un rayo.


Como dije, no recuerdo muy bien de quién fue exactamente la idea, pero estoy casi seguro que de esa larga discusión que comenzó ni bien Martín abrió la boca soltando insultos, y de la cual me mantuve al margen, alguien se iluminó y concibió el plan de la mejor vida, como le gustaba decir a Luis en tono de burla. Esto fue más o menos a fines del invierno, pero recién lo llevamos a cabo bien entrado el verano, pues tuvimos que trabajar para juntar plata, y obviamente conseguir el lugar. Nos costó un poco, pero una acogedora casa en las afueras de Tandil fue el lugar elegido. Era vieja, seguramente del siglo pasado, y aunque estaba bastante afectada por el paso del tiempo, nos las arreglamos para dejarla utilizable. Una semana después de la última mano de pintura celeste, ya estábamos acomodándonos en nuestras habitaciones, yo elegí la más alejada, que tenía una ventana que daba a la autopista, la única, en realidad, que tenía la vista del campo. Más aún, sólo la altura del segundo piso me permitía ver, a la lejanía, el andar veloz de los autos, el apuro, el amontonamiento, la civilización. Al frente mío dormía Lila, en el cuarto más grande, y el único que tenía baño, Lila era la más malcriada de nosotros. Luis era el único que dormía abajo en lo que en algún momento hubiese sido un pequeño estudio, y Martín y Juana dormían juntos, arriba, al lado de mi habitación. La casa tenía tres baños, más el del cuarto de Lila, un zaguán que seguía a una gran sala de estar, una cocina con una puerta al fondo, el antiguo estudio, y las tres habitaciones. Además afuera había una galería con vista a los árboles.


La señora que nos vendió la casa no nos contó del sótano, pero no creo que esto haya tenido una explicación más imaginativa que el simple hecho de que probablemente no conocía su existencia. Lo que es razonable, ya que cinco jóvenes como nosotros tardamos bastantes semanas en dar con él. Fue Luis quien vino con la noticia cuando yo fumaba un cigarrillo en mi habitación, había dejado el libro boca abajo en la mesita en que me apoyaba para ver la autopista cuando vino corriendo, gritando su descubrimiento. En esa casa no se descubrían cosas muy a menudo, así que su exagerada alegría no me afectó, después de todo, nosotros éramos unos exagerados. Ahora que lo pienso bien, Luis era, probablemente, el único de nosotros que hubiese podido encontrarlo, siempre aburrido y husmeando por la casa. Para cuando lo encontró, ya apenas si nos hablábamos, Lila se había recluido en su habitación y dormía casi todo el tiempo, Martín escribía casi siempre en la galería y Juanita se sentaba en el césped a arrancarlo, o a levantar una piedrita redonda, y tirarla de nuevo al piso, para luego repetir el movimiento hasta el cansancio. Y yo, pues supongo que la autopista era mi escape, lo primero que hice al dejar la casa, fue ir hasta es autopista, y sentir el viento de los autos contra mi rostro, cachetearme violentamente, despertarme, despabilarme del tiempo que estuve dormido, soñando.


Resulta que ese día Luis había estado persiguiendo una supuesta rata que había visto ya hace unos días y con la que no había podido dar. Con lo que dio fue con la portezuela bajo la heladera, que empujando violentamente hacia abajo, cedía hacia unas estrechas y muy inclinadas escaleras, las cuales en la oscuridad de la casa, resultaban muy peligrosas. Antes de bajar corrió a mi habitación y me avisó. Bajamos juntos y descubrimos el sótano, que no era más que una habitación dicha y hecha, con cuatro paredes, un techo y un piso, y nada más que eso, de modo que di media vuelta y subí las escaleras enojado porque me había distraído de lo que había sido mi Aleph. Aparentemente Luis vio algo más que yo en el sucio cuarto, y se obsesionó con él al punto de permanecer allí unas tres semanas seguidas, que concluyeron cuando un Luis con barba y flaco subió las escaleras para buscar algo para comer, y nunca más bajó.
Ya llegado el invierno, y cuando la galería no tenía el atractivo poético del otoño, fue Martín quien decidió ocupar la habitación subterránea, y Juana se quedó sola, jugando con la piedrita redonda, al igual que al principio, sólo que ahora traía una campera. Martín llevo uno o dos muebles al sótano, una lámpara de aceite (allí no había luz) y sus escritos, junto con un viejo tomo de algún libro cuyo título no podía leerse en la tapa, y que mostraba la foto de algún filósofo. A pesar de que el paso del tiempo había erosionado nuestros vínculos, que la práctica no había resultado lo planteado en la idea, y que pasábamos semanas sin si quiera comer juntos, menos decirnos unas palabras, aproveché la reclusión de Martín para acercarme a Juana, quizás en un acto de instinto, ante el inminente mal que me causaba mi amor por la autopista, quizás en un acto de amor, y quizás por compasión. Me acerqué por detrás y tomé la piedrita que había tirado, ella me miró y luego miró para abajo, corto un puñado de pasto, lo tiró y se fue adentro. Yo observé la piedrita en mis manos, era redonda, perfecta y gris. La tiré al piso, y contemple lo que había estado haciendo Juana desde que se sentó por primera vez en el jardín. Quizás había sido la que mejor provecho había sacado de la idea, de la reclusión. Cada vez que tiraba la piedrita al piso, cada vez que arrancaba un puñado de pasto, para ver los trozos crecer al día siguiente, para ver la piedrita de nuevo en el piso, había presenciado la vida, el mundo, había sido testigo del caos de tirar una piedrita en el piso, una piedrita que puede caer en cualquier lugar, que puede perderse entre los yuyos y no volver nunca al lugar donde estuvo por primera vez, había tirado tanto la piedrita, que se había olvidado del momento en que la levantó.


Luego vino el suicidio de Lila en su habitación y yo apresuré a salir de la casa, pero antes, tome la piedrita, que seguía ahí, en el jardín, y sentí el calor de la mano de Juana. Al llegar a la autopista la tire al borde de la banquina. Me acerque, y sentí la cachetada. 

lunes, 23 de enero de 2012

Decisiones difíciles.


Un señor que camina apurado a su trabajo se detiene un segundo frente a un almacén. Piensa si su ansia de una bebida refrescante justificará el tiempo demorado en adquirir tal capricho. Aún dudoso, entra. Ya en el local, el hombre toma una botella de la heladera, y, cuando se dispone a pagarla, ve el tentador envoltorio de un delicioso dulce. Nuestro héroe piensa, por un lado, tiene la bebida en la mano, razón por la cual entró al negocio en un primer lugar. Pero por el otro, de repente tiene unas ganas inmensas de disfrutar del dulce que ha visto. El comerciante lo mira ansioso por cerrar el trato. Pero para el señor es imposible actuar. Sólo tiene dinero para uno de los dos objetos y le cuesta mucho decidirse.
Piensa. Entró por una bebida, pero vio otra cosa. Sólo le alcanza para una de ellas. Sólo vio dos cosas del montón de productos (seguro tan reconfortantes como aquellos dos) que probablemente están esparcidos a lo largo del almacén. Pero una nueva idea invade su cabeza. Sólo ha entrado a un almacén, de los miles por conocer que aún le quedan.
Abatido por la inmensidad, nuestro héroe abandona el local. Ya no tiene apuro alguno.

domingo, 22 de enero de 2012

Conversación con un extraño.


 -  Yo no amo a las mujeres. – Me dijo sin mirarme. De golpe, como si nada, semejante frase cruza veloz la silla vacía que está entre nosotros. Yo, aún atónito, lo miro. Pero él no. Él, con la vista en una revista, tan displicente, con las piernas cruzadas, cambia la página y luego le da un pequeño tirón a su bigote.
 -  ¿Perdón? ¿Qué dijo? – Contesté. Yo sí lo escuché. Incluso podría asegurarlo que él lo sabe. Lo observé detenidamente. Los zapatos lustrados, el pantalón negro y la camisa blanca. El saco en el regazo, el bigote cano y el cabello estratégicamente desparramado.
 -  Le decía – Levanta la vista para mirarme a los ojos – Que yo no amo a las mujeres.
Mi cara debió de haberle dicho lo que se me cruzaba por la cabeza, porque al instante soltó una risa y se levantó para sentarse a mi lado, al tiempo que dejaba la revista sobre su saco, en la silla ahora vacía.
 - Perdón, ha debido usted malinterpretarme – Me dijo con una sonrisa de esas en las que uno puede descubrir, tras la simpatía, cierta perspicacia, hasta el punto de considerarla maligna. – No se haga usted ideas equivocadas. A mí me gustan mucho las mujeres, es sólo que no las amo.
 - No – Respondí, tratando de permanecer lo más calmo posible. – Perdone usted, no me hice esas ideas. Nada más que su frase, dicha así como así, sin reparos, me ha dejado boquiabierto, y eso me ha hecho darme cuenta que, hasta este preciso momento, he considerado totalmente inconcebible la idea de no amar a una mujer. De hecho la mía está ahí, en el consultorio del médico.
 - Lo sé – Dijo enrulándose el bigote, con cierta satisfacción. – Lo cierto es que lo he estado observando, y es por eso que he decidido hablarle.
Yo, por supuesto, me encontraba absorto ante tal personaje. Así que no atine a decir más que lo obvio.
 - ¿Y qué es lo que ha observado usted?
Pareció contentarse al ver que le seguía el juego. Porque luego de soltar una risita contestó.  – Pues lo que usted ha dicho, que su mujer ha entrado al consultorio, pero usted no.
Me recliné en la silla con un aire de victoria. El tipo, que hasta antes de abrir la boca por última vez, me intimidaba completamente, ahora había resultado ser lo que al principio me había parecido lo más probable: un don nadie con más ganas de charla que personas con las cuales hacerlo.
 - Eso no quiere decir que yo no ame a mi mujer – Contesté mirándolo duramente a los ojos – Sólo que no siento lo mismo por los médicos. En lo particular, me provocan cierto malestar.
Al principio creí haberlo ofendido o algo, porque inmediatamente se salió de su personaje, y se inclino hacia mí.
 - Perdone usted, querido amigo. Pero no quiero que piense que por mi cabeza ha cruzado tal idea. – Luego retomó su postura original. – Como le dije, le he estado observando. Sé que ama a su mujer, no habría que ser muy perspicaz para darse cuenta de eso. Es por eso mismo que he decidido hablarle.
Los roles habían cambiado. Este hombre que me miraba, como inspeccionando cada facción de mi cara, sin poder contener su sonrisa, que ahora me resultaba desagradable, no resultaba ser un idiota, o por lo menos yo ya no pensaba eso. A lo mejor era un loco. Un orate, y quizás aparte de la dermatóloga de mi mujer había aquí algún psiquiatra.
Todo esto cruzó mi mente en un segundo, porque para cuando volvía a prestarle atención me di cuenta que esperaba de mi parte una respuesta. De nuevo, no tuve tiempo para pensar en algo inteligente que decir.
 - No entiendo – Dije mientras me daba cuenta que ahora yo sonaba como un idiota – ¿Usted ha decidido hablarme, porque sabe que yo amo a mi mujer?
 - Pero veo que es usted un hombre que va directo al punto – Sonrió descaradamente. –Exacto caballero. Yo he notado que es usted un hombre enamorado, ¡Y quién no lo sería si tuviese a su lado una mujer como la suya! Esto último lo digo desde mi más profunda admiración, y desde luego, con todo respeto. Pero, y, lamentablemente siempre hay peros, quizás sea lo obvio de su situación, lo que la convierte en algo tan aterrador.
Creo que al principio no quería admitirlo, pero era imposible no hacerlo. Definitivamente, este tipo que vestía y hablaba elegante había captado toda mi atención.
 - ¿Usted habla del hecho de que yo esté enamorado de mi mujer, con la que me casé hace ya poco más de dos años, como algo aterrador?
 - Lo es, mi querido amigo. – Me sentí un poco ofendido cuando se inclinó hacia mí, como consolándome. – Pero digame, ¿Quién no ha estado profunda y locamente enamorado de una bella mujer? – Reflexionó un instante, sólo un instante – Ah, ahora veo. Es el carácter universal de la cuestión lo que la hace tan amena, también.
No sólo había logrado irritarme, sino que ya me había impacientado.
 - Espere usted un momento –Repliqué. – ¿Usted ve al amor como algo aterrador? ¿Es que tiene miedo de enamorarse de una buena mujer acaso? ¿Compartir una vida de alegrías, y, lógicamente, también tristezas? Pero al mismo tiempo lo ve como algo ameno. Digame, ¿No es eso un tanto contradictorio?
Al momento que terminé de hablar lo miré, justo como él lo hacía conmigo. Estaba conforme con mi respuesta, y ahora le tocaba intentar arreglar las incoherencias que había dicho. Sin embargo, no se enojó ni se ofendió. Su reacción fue casi infantil. Abrió los ojos y la boca, y me miró sorprendido.
 - Amigo – Me dijo con una exaltación que manifestaba tomandome fuertemente el brazo – Es usted un genio, un filósofo, un perfecto conocedor de la mente humana.
Aclaro a cualquiera que lea esto, que si hubiese notado una mínima intención de sarcasmo, no hubiera dudado ni un segundo en decirle a este caballero sus verdades, y quién sabe qué más. Sin embargo, sus halagos hacia mí parecían ser completamente honestos e inocentes.
 - Usted ha hecho darme cuenta de algo que yo, hasta el momento, ignoraba – Siguió. – El amor, como usted dice, es, además de aterrador y ameno, total y absolutamente contradictorio.
Me quedé sin palabras. Había despertado tal asombro en mí, como parecían haberlo hecho sobre él mis palabras. Me di cuenta, ya que siguió con toda naturalidad, que no había reparado en mi expresión.
 - Pero no crea que sólo repito sus palabras, y que las he malgastado, sin aprovecharlas como es debido. He sacado mis propias conclusiones, las cuales seguro un hombre de su genio, las debe conocer.
En ese momento, miró al frente y comenzó a mover sus manos al tiempo que hablaba, como si en vez de una mesa ratona llena de revistas, se encontrase un anfiteatro repleto de estudiantes deseosos de escucharlo. No atiné a más que a pensar que seguramente estaba en lo correcto al afirmar que era un loco. Seguro estaba ya de que era un megalómano. Un maniático obsesionado con su persona, y con hacerse escuchar.
 - He aquí que yo he dicho que el amor se nos presenta a nosotros los hombres como algo ameno y aterrador, y usted, en un segundo, ha concluido que esto le da de inmediato un carácter contradictorio. Pero no son estas sus únicas cualidades. Hay miles. Y esto es lo que he descubierto, gracias a usted desde luego. – Cuando dijo esto último me miró – Y, lo que hasta entonces pensaba, se ha abierto y ensanchado, y ahora, le repito que todo se lo debo a usted, no tengo un par, sino miles de argumentos para mi rechazo al amor. Ahora, puedo decirle más firme y seguro que nunca que yo no amo a las mujeres.
Quise hablar, pero era demasiado tarde. Estaba dando rienda suelta a su charla, seguro sin importarle si yo le escuchaba o no.
 - Verá – Comenzó – Como le he dicho al principio y hace unos instantes se lo he repetido, yo no amo a las mujeres. Sin embargo confieso que me gustan y me atraen, tanto por su físico y virtudes como por su bondad y nobleza. Sin embargo, querido amigo, esto no quiere decir que deposite en ellas todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad.
Al pronunciar esa la palabra, la que seguro significaba mucho para él, se recostó en su silla, calmo.
 - La felicidad – Repitió con un tono poético. ¿Era aquel loco un poeta? – La felicidad amigo, yo la he conocido. Tantas veces – Me miró a los ojos – No crea que no he sufrido, llorado, maldecido. Pero he sonreído muchas veces más de las que he hecho todas esas cosas. He sido un hombre muy feliz, y pienso seguir siéndolo, no se preocupe. Y puedo asegurarle que no ha sido gracias al amor de una mujer, y al mío hacia una de ellas. Desde luego soy un hombre, y muchas me han hecho feliz. Pero supongo que a usted le alegra comer tarta de chocolate, y sin embargo no la ama, ni la lleva a vivir a su casa ¿Verdad? – Al decir esto último sonrió – Las palabras son engañosas, así que procuro usarlas con exactitud. Le repito, me gustan las mujeres, pero no las amo. Si no tendría que amar los valles, a las mascotas, un buen plato de pasta, un automóvil veloz. Amaría a los toboganes y a los libros de Poe. Me casaría con Bach y viviría toda mi vida en las galápagos. Se lo aseguro compañero, ese lugar es maravilloso. Pero sin embargo mi amigo, he conocido muchas mujeres, he andado por muchos valles, tenido varias mascotas, comido todo tipo de comidas, me he movido en todo tipo de vehículos. Me he columpiado, y de seguro que no he leído tan solo a Poe, ni escuchado nada más que a Bach. No, no – Dijo mientras hacía un gesto con la mano – El amor no lo es todo. No lo es nada en realidad. Hace años que he depositado todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad en mí mismo. He encontrado en mi interior a todas las mujeres que jamás podré conocer. Me he enamorado de mí mismo, sin pecar de un narcisismo extremo, ni de una desconfianza a los demás seres, pues los amo. Y de seguro, algún día me casaré, y viviré, no sé si por siempre, pero por mucho tiempo con una misma mujer. Sólo que todo mi amor será para mí, y una cascada me hará tan feliz como ella. ¡Qué afortunado soy! –Exclamó mientras se paraba para ponerse el saco.
 - Recuerde – Dijo mientras se dirigía hacia la puerta – Quiero a los hombres, por eso hago algo por ellos, y por eso he decidido hablarle. Es usted una buena persona y no quisiera verle afligido. Hasta luego mi amigo, ojalá la vida se digne a cruzarme de nuevo en su vida, y ojalá le vea más contento y menos preocupado que hoy. Hasta luego.
La puerta se cerró tras de él. Yo no había logrado decir nada. Mi mujer salió del consultorio. Tenía que pagarle a la doctora. Ese sujeto sí que estaba loco, pensé mientras me levantaba para sacar mi billetera.

sábado, 21 de enero de 2012

Carta a la muerte.

Al Sr. Director del Otro Mundo:

Me dirijo a Ud. Como un ser humano consternado y que sabe que va a morir, así que pensé, que ya que su servicio no tiene en disposición ningún libro de quejas y/o sugerencias, en hablar personalmente, o lo más directamente posible, es decir a través del medio que utilizo ahora, para hacerle saber mi preocupación acerca de ciertos temas a tratar en las siguientes líneas.
En un principio, quisiera saber un poco más sobre su servicio de transporte en ocasiones de muertes masivas como bombas o terremotos, pues me importa la comodidad con la que viajaré al otro mundo, así como si habrá bocadillos y alguna que otra película.
También me preocupa saber si actualmente no tienen en mente algún plan para que al futuro fallecido se le notifique como mínimo 12 hs. Antes de su deceso, permitiendo así: sincerarse con familiares, pasar tiempo con amantes, despedirse de seres queridos, emborracharse con amigos y cumplir todos los sueños y deseos insatisfechos así como atar los cabos sueltos.
Otro asunto que me intriga es el de saber si cuentan con algún tipo de servicio de compañía para futuros usuarios que no quieran morir sin un alma que los vele, como futuras viudas, hijos, nietos, amigos o amores.
Finalmente confieso que me sentiría muy a gusto si implementaran o tuviesen en cuenta una idea que se me ocurrió ( pues resulta que soy una persona muy creativa), consiste en quizás hacer muertes más personalizadas y adaptadas mejor a aquel que vaya a sufrirlas, creando paquetes extremos y dolorosos para los más jóvenes y aventureros y otros quizás más tranquilos para los que ya tenemos cierta edad y queremos tomar las cosas con calma
Habiéndole comunicado todo lo que deseaba comunicar y esperando una respuesta afirmativa de su parte me despido de Ud.

Atte. ……..

P/D : Espero no verlo pronto ;) 

viernes, 20 de enero de 2012

Burlar a la muerte.

Una mañana, descansando bajo la falda de un gomero, me encontré a la parca. Se acercó amablemente y preguntó por mí. Le dije que no tenía idea de mi paradero, que estaba viajando por todo el mundo, pero que lejos estaba de ese lugar.
Hoy, más de quinientos años después, casi totalmente inmóvil y con un aspecto horroroso, me pregunto si me seguirá buscando, o si ya ha olvidado dicho episodio y, espero que no, nunca me encuentre.

Primer cuento subido.

 Hola, qué tal. Creo este espacio (Blog) con el fin de publicar aquí textos que he escrito y escribiré si mi vida continúa, que supongo, por un tiempo, lo hará. Voy a subir aquí principalmente cuentos cortos, que es lo que me gusta escribir. 


 Supongo que sin más preámbulos, dejo aquí un cuento escrito el año pasado. La verdad, tiene muchos títulos, o ninguno. No se que tanto puedo decir sobre él, mas que lo escribí de madrugada y de un tirón. A veces me río y a veces me entristece un poco. (tampoco la boludés) 


 Espero que lo disfruten. 


 PD: Contento recibiré sugerencias para el título.




Cuento con muchos títulos.




Él la mira a la muerte a los ojos. O por lo menos eso piensa. Lo que pasa es que en realidad, cuando uno la mira a la muerte no la mira, sino que se mira a sí mismo. La muerte, aquella imponente figura que nadie vio, es un espejo que invita a una reflexión interna. Y ahora, esa imponente figura está sentada frente a él en el silloncito del living.

El piensa, piensa y no hace o dice nada, hace ya unos minutos que llegó, y desde entonces está en el mismo lugar, acomodada perfetamente en el sillón púrpura que con sus brazos la acoge casi maternalmente, con lo maternal que puede ser un sillón. Él, sin embargo, está preocupado. En un principio porque piensa que normalmente el proceso debe ser rápido, siempre creyó que cuando la parca llegaba no se sentaba en un silloncito frente a uno a mirarlo, casi incómodamente. Pero en realidad lo que le preocupa es su falta de precaución. Correr así a abrir la puerta, cuando uno sabe que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina... Todos sabemos que la parca, si no es invitada a entrar por el anfitrión no lo hace, y termina uno muriendo en un edificio público, o Dios no quiera, en medio de la calle.

En su interior maldice. Pensar que hace instantes yacía en la cama, exaltado ante el primer volumen de las obras completas de Byron que acababa de comprar. Sin embargo, apenas sonó la puerta, salió corriendo a abrir sin preguntar si quiera quien estaba al otro lado. Cuando podría haber sido la muerte o la tía Martina que pasaba por ahí sólo para criticarle y decirle lo mal que había hecho en venirse a Buenos Aires sólo. Quizás para escapar un poco de su consternación ríe y agradece que no fue la tía Martina.

Pero el salió corriendo porque esperaba otra cosa. Una cabellera rubia, larga, cayendo sobre pequeños hombros. Ojos verdes como la naturaleza misma y esa sonrisa tímida, presa de los labios color carmesí del mismo color que los zapatitos de punta que veía si miraba hacia abajo. Pero no, ni pelo, ni hombros, ni ojos, ni sonrisa,ni labios, ni zapatitos. Sólo una fugura de inframundo a la cual miraba ya hace una media hora y todavia no había podido ver. El se iba a morir, definitivamente, pero eso no era lo peor, le hubiese gustado despedirse de Luisa, llevarla al cine, acariciar su cabello, y verla alejarse por la esquina de Rivadavia, ver los zapatitos rojos en punta y no a la muerte sentada frente a él, a la que no tiene ganas de recibir.

Ahora, ya con los lamentos y arrepentimientos dejados atrás, se convierte casi repentinamente en un hombre, un caballero, y decide afrontar la situación, piensa en hablar con la muerte. Pero qué decir. Quizás un comentario de excusa por el desorden de la habitación sirva para romper el hielo, le haría un cumplido, pero eso es imposible debido a que no puede verla. Qué decir...

La muerte lo mira a él, piensa, hace rato ya que está pensando y no sabe qué hacer. Se maldice y maldice su buen corazón. Se levanta y pasa al lado de él, llega al mueblecito y sirve dos vasos de escocés, se bebe el suyo y se sirve otro. Al volver a su asiento le entrega uno a él, y apenas se sienta, se bebe el suyo. Qué decir... Quizás un cumplido por el orden de la habitación sirva para romper el hielo. La muerte está realmente atónita, por primera vez que no sabe que decir, y, si sigue ahí, sentada en el sillón lo va a confundir más todavía. Mejor decir todo de una vez, levantarse, agradecerle a él por su hospitalidad, decirle que Luisa falleció a la mañana y le pidió por favor que le avisara a él, explicarle que no pudo resistirse al pedido de esos tristes ojos verdes.