¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

lunes, 23 de enero de 2012

Decisiones difíciles.


Un señor que camina apurado a su trabajo se detiene un segundo frente a un almacén. Piensa si su ansia de una bebida refrescante justificará el tiempo demorado en adquirir tal capricho. Aún dudoso, entra. Ya en el local, el hombre toma una botella de la heladera, y, cuando se dispone a pagarla, ve el tentador envoltorio de un delicioso dulce. Nuestro héroe piensa, por un lado, tiene la bebida en la mano, razón por la cual entró al negocio en un primer lugar. Pero por el otro, de repente tiene unas ganas inmensas de disfrutar del dulce que ha visto. El comerciante lo mira ansioso por cerrar el trato. Pero para el señor es imposible actuar. Sólo tiene dinero para uno de los dos objetos y le cuesta mucho decidirse.
Piensa. Entró por una bebida, pero vio otra cosa. Sólo le alcanza para una de ellas. Sólo vio dos cosas del montón de productos (seguro tan reconfortantes como aquellos dos) que probablemente están esparcidos a lo largo del almacén. Pero una nueva idea invade su cabeza. Sólo ha entrado a un almacén, de los miles por conocer que aún le quedan.
Abatido por la inmensidad, nuestro héroe abandona el local. Ya no tiene apuro alguno.

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