Un señor
que camina apurado a su trabajo se detiene un segundo frente a un almacén.
Piensa si su ansia de una bebida refrescante justificará el tiempo demorado en
adquirir tal capricho. Aún dudoso, entra. Ya en el local, el hombre toma una
botella de la heladera, y, cuando se dispone a pagarla, ve el tentador
envoltorio de un delicioso dulce. Nuestro héroe piensa, por un lado, tiene la
bebida en la mano, razón por la cual entró al negocio en un primer lugar. Pero
por el otro, de repente tiene unas ganas inmensas de disfrutar del dulce que ha
visto. El comerciante lo mira ansioso por cerrar el trato. Pero para el señor
es imposible actuar. Sólo tiene dinero para uno de los dos objetos y le cuesta
mucho decidirse.
Piensa.
Entró por una bebida, pero vio otra cosa. Sólo le alcanza para una de ellas.
Sólo vio dos cosas del montón de productos (seguro tan reconfortantes como
aquellos dos) que probablemente están esparcidos a lo largo del almacén. Pero
una nueva idea invade su cabeza. Sólo ha entrado a un almacén, de los miles por
conocer que aún le quedan.
Abatido
por la inmensidad, nuestro héroe abandona el local. Ya no tiene apuro alguno.
Qué bajón paranoiquearse así.
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