Ahora que me pongo a pensarlo bien, en frío, no me acuerdo exactamente a quién se le ocurrió la idea. Pero si recuerdo el violento puñetazo que le dio Martín en la mesa la tarde que apareció casi corriendo por los pasillos de la pensión con un diario bajo el brazo y pasando indiferente ante Juanita que lo esperaba con una sonrisa para contarle que le habían ofrecido un nuevo puesto en el trabajo, donde las horas eran menos y la paga más. Después del puñetazo se tomó el trago que había en la mesa, y que creo que era de Luis, y se secó el frondoso bigote con la manga de la camisa. A todo esto, yo me encontraba en un rincón de la pequeña habitación, Luis apoyado junto a la ventana, se había venido a nuestro cuarto al igual que Lila, quien había pasado la noche aquí. Juana estaba aún con el uniforme del trabajo, sentada en el piso junto a la puerta que Martín había cruzado, hace minutos como un rayo.
Como dije, no recuerdo muy bien de quién fue exactamente la idea, pero estoy casi seguro que de esa larga discusión que comenzó ni bien Martín abrió la boca soltando insultos, y de la cual me mantuve al margen, alguien se iluminó y concibió el plan de la mejor vida, como le gustaba decir a Luis en tono de burla. Esto fue más o menos a fines del invierno, pero recién lo llevamos a cabo bien entrado el verano, pues tuvimos que trabajar para juntar plata, y obviamente conseguir el lugar. Nos costó un poco, pero una acogedora casa en las afueras de Tandil fue el lugar elegido. Era vieja, seguramente del siglo pasado, y aunque estaba bastante afectada por el paso del tiempo, nos las arreglamos para dejarla utilizable. Una semana después de la última mano de pintura celeste, ya estábamos acomodándonos en nuestras habitaciones, yo elegí la más alejada, que tenía una ventana que daba a la autopista, la única, en realidad, que tenía la vista del campo. Más aún, sólo la altura del segundo piso me permitía ver, a la lejanía, el andar veloz de los autos, el apuro, el amontonamiento, la civilización. Al frente mío dormía Lila, en el cuarto más grande, y el único que tenía baño, Lila era la más malcriada de nosotros. Luis era el único que dormía abajo en lo que en algún momento hubiese sido un pequeño estudio, y Martín y Juana dormían juntos, arriba, al lado de mi habitación. La casa tenía tres baños, más el del cuarto de Lila, un zaguán que seguía a una gran sala de estar, una cocina con una puerta al fondo, el antiguo estudio, y las tres habitaciones. Además afuera había una galería con vista a los árboles.
La señora que nos vendió la casa no nos contó del sótano, pero no creo que esto haya tenido una explicación más imaginativa que el simple hecho de que probablemente no conocía su existencia. Lo que es razonable, ya que cinco jóvenes como nosotros tardamos bastantes semanas en dar con él. Fue Luis quien vino con la noticia cuando yo fumaba un cigarrillo en mi habitación, había dejado el libro boca abajo en la mesita en que me apoyaba para ver la autopista cuando vino corriendo, gritando su descubrimiento. En esa casa no se descubrían cosas muy a menudo, así que su exagerada alegría no me afectó, después de todo, nosotros éramos unos exagerados. Ahora que lo pienso bien, Luis era, probablemente, el único de nosotros que hubiese podido encontrarlo, siempre aburrido y husmeando por la casa. Para cuando lo encontró, ya apenas si nos hablábamos, Lila se había recluido en su habitación y dormía casi todo el tiempo, Martín escribía casi siempre en la galería y Juanita se sentaba en el césped a arrancarlo, o a levantar una piedrita redonda, y tirarla de nuevo al piso, para luego repetir el movimiento hasta el cansancio. Y yo, pues supongo que la autopista era mi escape, lo primero que hice al dejar la casa, fue ir hasta es autopista, y sentir el viento de los autos contra mi rostro, cachetearme violentamente, despertarme, despabilarme del tiempo que estuve dormido, soñando.
Resulta que ese día Luis había estado persiguiendo una supuesta rata que había visto ya hace unos días y con la que no había podido dar. Con lo que dio fue con la portezuela bajo la heladera, que empujando violentamente hacia abajo, cedía hacia unas estrechas y muy inclinadas escaleras, las cuales en la oscuridad de la casa, resultaban muy peligrosas. Antes de bajar corrió a mi habitación y me avisó. Bajamos juntos y descubrimos el sótano, que no era más que una habitación dicha y hecha, con cuatro paredes, un techo y un piso, y nada más que eso, de modo que di media vuelta y subí las escaleras enojado porque me había distraído de lo que había sido mi Aleph. Aparentemente Luis vio algo más que yo en el sucio cuarto, y se obsesionó con él al punto de permanecer allí unas tres semanas seguidas, que concluyeron cuando un Luis con barba y flaco subió las escaleras para buscar algo para comer, y nunca más bajó.
Ya llegado el invierno, y cuando la galería no tenía el atractivo poético del otoño, fue Martín quien decidió ocupar la habitación subterránea, y Juana se quedó sola, jugando con la piedrita redonda, al igual que al principio, sólo que ahora traía una campera. Martín llevo uno o dos muebles al sótano, una lámpara de aceite (allí no había luz) y sus escritos, junto con un viejo tomo de algún libro cuyo título no podía leerse en la tapa, y que mostraba la foto de algún filósofo. A pesar de que el paso del tiempo había erosionado nuestros vínculos, que la práctica no había resultado lo planteado en la idea, y que pasábamos semanas sin si quiera comer juntos, menos decirnos unas palabras, aproveché la reclusión de Martín para acercarme a Juana, quizás en un acto de instinto, ante el inminente mal que me causaba mi amor por la autopista, quizás en un acto de amor, y quizás por compasión. Me acerqué por detrás y tomé la piedrita que había tirado, ella me miró y luego miró para abajo, corto un puñado de pasto, lo tiró y se fue adentro. Yo observé la piedrita en mis manos, era redonda, perfecta y gris. La tiré al piso, y contemple lo que había estado haciendo Juana desde que se sentó por primera vez en el jardín. Quizás había sido la que mejor provecho había sacado de la idea, de la reclusión. Cada vez que tiraba la piedrita al piso, cada vez que arrancaba un puñado de pasto, para ver los trozos crecer al día siguiente, para ver la piedrita de nuevo en el piso, había presenciado la vida, el mundo, había sido testigo del caos de tirar una piedrita en el piso, una piedrita que puede caer en cualquier lugar, que puede perderse entre los yuyos y no volver nunca al lugar donde estuvo por primera vez, había tirado tanto la piedrita, que se había olvidado del momento en que la levantó.
Luego vino el suicidio de Lila en su habitación y yo apresuré a salir de la casa, pero antes, tome la piedrita, que seguía ahí, en el jardín, y sentí el calor de la mano de Juana. Al llegar a la autopista la tire al borde de la banquina. Me acerque, y sentí la cachetada.
Un inventario de todo lo que pienso, siento, y logro plasmar en un papel, o este caso, algo un poco menos romántico. En fin, mi propio inventario.
¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.
Esto lo inspiro mi blog, lo se jajajaja vos lo escribiste?
ResponderEliminarSí, todo lo que está acá lo escribí yo..
EliminarJajaja pensé que lo relacionarías si lo leías jajaja