¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

domingo, 22 de enero de 2012

Conversación con un extraño.


 -  Yo no amo a las mujeres. – Me dijo sin mirarme. De golpe, como si nada, semejante frase cruza veloz la silla vacía que está entre nosotros. Yo, aún atónito, lo miro. Pero él no. Él, con la vista en una revista, tan displicente, con las piernas cruzadas, cambia la página y luego le da un pequeño tirón a su bigote.
 -  ¿Perdón? ¿Qué dijo? – Contesté. Yo sí lo escuché. Incluso podría asegurarlo que él lo sabe. Lo observé detenidamente. Los zapatos lustrados, el pantalón negro y la camisa blanca. El saco en el regazo, el bigote cano y el cabello estratégicamente desparramado.
 -  Le decía – Levanta la vista para mirarme a los ojos – Que yo no amo a las mujeres.
Mi cara debió de haberle dicho lo que se me cruzaba por la cabeza, porque al instante soltó una risa y se levantó para sentarse a mi lado, al tiempo que dejaba la revista sobre su saco, en la silla ahora vacía.
 - Perdón, ha debido usted malinterpretarme – Me dijo con una sonrisa de esas en las que uno puede descubrir, tras la simpatía, cierta perspicacia, hasta el punto de considerarla maligna. – No se haga usted ideas equivocadas. A mí me gustan mucho las mujeres, es sólo que no las amo.
 - No – Respondí, tratando de permanecer lo más calmo posible. – Perdone usted, no me hice esas ideas. Nada más que su frase, dicha así como así, sin reparos, me ha dejado boquiabierto, y eso me ha hecho darme cuenta que, hasta este preciso momento, he considerado totalmente inconcebible la idea de no amar a una mujer. De hecho la mía está ahí, en el consultorio del médico.
 - Lo sé – Dijo enrulándose el bigote, con cierta satisfacción. – Lo cierto es que lo he estado observando, y es por eso que he decidido hablarle.
Yo, por supuesto, me encontraba absorto ante tal personaje. Así que no atine a decir más que lo obvio.
 - ¿Y qué es lo que ha observado usted?
Pareció contentarse al ver que le seguía el juego. Porque luego de soltar una risita contestó.  – Pues lo que usted ha dicho, que su mujer ha entrado al consultorio, pero usted no.
Me recliné en la silla con un aire de victoria. El tipo, que hasta antes de abrir la boca por última vez, me intimidaba completamente, ahora había resultado ser lo que al principio me había parecido lo más probable: un don nadie con más ganas de charla que personas con las cuales hacerlo.
 - Eso no quiere decir que yo no ame a mi mujer – Contesté mirándolo duramente a los ojos – Sólo que no siento lo mismo por los médicos. En lo particular, me provocan cierto malestar.
Al principio creí haberlo ofendido o algo, porque inmediatamente se salió de su personaje, y se inclino hacia mí.
 - Perdone usted, querido amigo. Pero no quiero que piense que por mi cabeza ha cruzado tal idea. – Luego retomó su postura original. – Como le dije, le he estado observando. Sé que ama a su mujer, no habría que ser muy perspicaz para darse cuenta de eso. Es por eso mismo que he decidido hablarle.
Los roles habían cambiado. Este hombre que me miraba, como inspeccionando cada facción de mi cara, sin poder contener su sonrisa, que ahora me resultaba desagradable, no resultaba ser un idiota, o por lo menos yo ya no pensaba eso. A lo mejor era un loco. Un orate, y quizás aparte de la dermatóloga de mi mujer había aquí algún psiquiatra.
Todo esto cruzó mi mente en un segundo, porque para cuando volvía a prestarle atención me di cuenta que esperaba de mi parte una respuesta. De nuevo, no tuve tiempo para pensar en algo inteligente que decir.
 - No entiendo – Dije mientras me daba cuenta que ahora yo sonaba como un idiota – ¿Usted ha decidido hablarme, porque sabe que yo amo a mi mujer?
 - Pero veo que es usted un hombre que va directo al punto – Sonrió descaradamente. –Exacto caballero. Yo he notado que es usted un hombre enamorado, ¡Y quién no lo sería si tuviese a su lado una mujer como la suya! Esto último lo digo desde mi más profunda admiración, y desde luego, con todo respeto. Pero, y, lamentablemente siempre hay peros, quizás sea lo obvio de su situación, lo que la convierte en algo tan aterrador.
Creo que al principio no quería admitirlo, pero era imposible no hacerlo. Definitivamente, este tipo que vestía y hablaba elegante había captado toda mi atención.
 - ¿Usted habla del hecho de que yo esté enamorado de mi mujer, con la que me casé hace ya poco más de dos años, como algo aterrador?
 - Lo es, mi querido amigo. – Me sentí un poco ofendido cuando se inclinó hacia mí, como consolándome. – Pero digame, ¿Quién no ha estado profunda y locamente enamorado de una bella mujer? – Reflexionó un instante, sólo un instante – Ah, ahora veo. Es el carácter universal de la cuestión lo que la hace tan amena, también.
No sólo había logrado irritarme, sino que ya me había impacientado.
 - Espere usted un momento –Repliqué. – ¿Usted ve al amor como algo aterrador? ¿Es que tiene miedo de enamorarse de una buena mujer acaso? ¿Compartir una vida de alegrías, y, lógicamente, también tristezas? Pero al mismo tiempo lo ve como algo ameno. Digame, ¿No es eso un tanto contradictorio?
Al momento que terminé de hablar lo miré, justo como él lo hacía conmigo. Estaba conforme con mi respuesta, y ahora le tocaba intentar arreglar las incoherencias que había dicho. Sin embargo, no se enojó ni se ofendió. Su reacción fue casi infantil. Abrió los ojos y la boca, y me miró sorprendido.
 - Amigo – Me dijo con una exaltación que manifestaba tomandome fuertemente el brazo – Es usted un genio, un filósofo, un perfecto conocedor de la mente humana.
Aclaro a cualquiera que lea esto, que si hubiese notado una mínima intención de sarcasmo, no hubiera dudado ni un segundo en decirle a este caballero sus verdades, y quién sabe qué más. Sin embargo, sus halagos hacia mí parecían ser completamente honestos e inocentes.
 - Usted ha hecho darme cuenta de algo que yo, hasta el momento, ignoraba – Siguió. – El amor, como usted dice, es, además de aterrador y ameno, total y absolutamente contradictorio.
Me quedé sin palabras. Había despertado tal asombro en mí, como parecían haberlo hecho sobre él mis palabras. Me di cuenta, ya que siguió con toda naturalidad, que no había reparado en mi expresión.
 - Pero no crea que sólo repito sus palabras, y que las he malgastado, sin aprovecharlas como es debido. He sacado mis propias conclusiones, las cuales seguro un hombre de su genio, las debe conocer.
En ese momento, miró al frente y comenzó a mover sus manos al tiempo que hablaba, como si en vez de una mesa ratona llena de revistas, se encontrase un anfiteatro repleto de estudiantes deseosos de escucharlo. No atiné a más que a pensar que seguramente estaba en lo correcto al afirmar que era un loco. Seguro estaba ya de que era un megalómano. Un maniático obsesionado con su persona, y con hacerse escuchar.
 - He aquí que yo he dicho que el amor se nos presenta a nosotros los hombres como algo ameno y aterrador, y usted, en un segundo, ha concluido que esto le da de inmediato un carácter contradictorio. Pero no son estas sus únicas cualidades. Hay miles. Y esto es lo que he descubierto, gracias a usted desde luego. – Cuando dijo esto último me miró – Y, lo que hasta entonces pensaba, se ha abierto y ensanchado, y ahora, le repito que todo se lo debo a usted, no tengo un par, sino miles de argumentos para mi rechazo al amor. Ahora, puedo decirle más firme y seguro que nunca que yo no amo a las mujeres.
Quise hablar, pero era demasiado tarde. Estaba dando rienda suelta a su charla, seguro sin importarle si yo le escuchaba o no.
 - Verá – Comenzó – Como le he dicho al principio y hace unos instantes se lo he repetido, yo no amo a las mujeres. Sin embargo confieso que me gustan y me atraen, tanto por su físico y virtudes como por su bondad y nobleza. Sin embargo, querido amigo, esto no quiere decir que deposite en ellas todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad.
Al pronunciar esa la palabra, la que seguro significaba mucho para él, se recostó en su silla, calmo.
 - La felicidad – Repitió con un tono poético. ¿Era aquel loco un poeta? – La felicidad amigo, yo la he conocido. Tantas veces – Me miró a los ojos – No crea que no he sufrido, llorado, maldecido. Pero he sonreído muchas veces más de las que he hecho todas esas cosas. He sido un hombre muy feliz, y pienso seguir siéndolo, no se preocupe. Y puedo asegurarle que no ha sido gracias al amor de una mujer, y al mío hacia una de ellas. Desde luego soy un hombre, y muchas me han hecho feliz. Pero supongo que a usted le alegra comer tarta de chocolate, y sin embargo no la ama, ni la lleva a vivir a su casa ¿Verdad? – Al decir esto último sonrió – Las palabras son engañosas, así que procuro usarlas con exactitud. Le repito, me gustan las mujeres, pero no las amo. Si no tendría que amar los valles, a las mascotas, un buen plato de pasta, un automóvil veloz. Amaría a los toboganes y a los libros de Poe. Me casaría con Bach y viviría toda mi vida en las galápagos. Se lo aseguro compañero, ese lugar es maravilloso. Pero sin embargo mi amigo, he conocido muchas mujeres, he andado por muchos valles, tenido varias mascotas, comido todo tipo de comidas, me he movido en todo tipo de vehículos. Me he columpiado, y de seguro que no he leído tan solo a Poe, ni escuchado nada más que a Bach. No, no – Dijo mientras hacía un gesto con la mano – El amor no lo es todo. No lo es nada en realidad. Hace años que he depositado todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad en mí mismo. He encontrado en mi interior a todas las mujeres que jamás podré conocer. Me he enamorado de mí mismo, sin pecar de un narcisismo extremo, ni de una desconfianza a los demás seres, pues los amo. Y de seguro, algún día me casaré, y viviré, no sé si por siempre, pero por mucho tiempo con una misma mujer. Sólo que todo mi amor será para mí, y una cascada me hará tan feliz como ella. ¡Qué afortunado soy! –Exclamó mientras se paraba para ponerse el saco.
 - Recuerde – Dijo mientras se dirigía hacia la puerta – Quiero a los hombres, por eso hago algo por ellos, y por eso he decidido hablarle. Es usted una buena persona y no quisiera verle afligido. Hasta luego mi amigo, ojalá la vida se digne a cruzarme de nuevo en su vida, y ojalá le vea más contento y menos preocupado que hoy. Hasta luego.
La puerta se cerró tras de él. Yo no había logrado decir nada. Mi mujer salió del consultorio. Tenía que pagarle a la doctora. Ese sujeto sí que estaba loco, pensé mientras me levantaba para sacar mi billetera.

2 comentarios:

  1. Me encanto Ber. Más de lo que me gustó quizá es que me vino como anillo al dedo. Gracias, está bueno que tengas un blog. :)

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    1. Ey! Gracias por leer, me alegro que te haya gustado, y gracias por comentar! Después seguiré subiendo cosas =D

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