¿Quién dijo que a las palabras se las lleva el viento? ¿Acaso no pueden aferrarse a uno, desesperadas ante el temor de morir en el olvido? ¿Perdurar para siempre en un alma que no tiene a qué más acudir? A lo mejor fue algún idiota empírico, algún científico, que, desesperado ante la idea de la fama y el reconocimiento, afirmo, sin equivocarse, que las ondas sonoras se desparraman por el aire, y, al rato de ellas no queda nada. Pero de ahí, a que a las palabras se las lleva el viento hay una eternidad. Hay palabras y palabras, eso sí. Pero por lo menos en mí, algunas datan ya de mucho tiempo de ser oídas, y no va a haber tifón capaz de mandarlas de viaje.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Hisopos



  El doctor dice que es una inflamación nomás, pero adivino en la cara de Luisa que para ella es mucho más. En todo el camino al consultorio no me ha dirigido la mirada, la tiene fija en el camino y de vez en cuando echa una ojeada al retrovisor. Ella maneja y yo no. No sé, nunca aprendí y tampoco pienso hacerlo ya pasados los cuarenta. Si de mí dependiese, no permitiría nunca que me lleve al médico, pero el mocoso le contó que me quejaba de la oreja y el otro día cuando vino a dejarlo a casa insistió. No puedo decirle que no a Luisa. Tiene algo en los ojos que me hace actuar como un idiota, y entiéndase esta frase sin ningún tipo de romanticismo barato de tarjeta de día de los enamorados. Si es por algo que me dejó fue por actuar como un idiota, y desde luego que me arrepiento de ello, pero si tuviera que hacerlo de nuevo haría todo igual, por el simple hecho de que siempre hice lo que quería, en el momento en que quería.

 De manera que me subió a su auto y cruzamos la ciudad para ir al médico. Luisa trae una campera de cuero. Nunca se la vi antes y nunca había usado una. Supongo que será la nueva Luisa, la que viene sin mí. Quizás la haga sentir autosuficiente o algo así, como si fuera algo normal para una mujer luego de un divorcio. Yo en mangas de camisa me quejé del aire acondicionado que había en el consultorio, pero parece que ella ni me escuchó, y si lo hizo mucho no le importó. Parecía su hijo, o peor, su mascota. Llevarme al médico de las narices. Sé que es una estupidez pero de todas formas tengo que hacerlo y no puedo evitar decirle si quiere tomar un café conmigo. Luisa mientras dobla por la avenida balbucea sobre un asunto que tiene pendiente y para el que ya llega tarde, yo le digo que para qué diablos me lleva al médico entonces y no me contesta. El médico dice que deje de usar hisopos, pero está loco si cree que voy a hacerlo. Yo le dije que si tuviese que dejarlos, tendría que empezar con el opio. Luisa no rio, el médico tampoco. Odio cuando no me contesta, esa condescendencia. Lo peor es que no reconoce que se acabó, su vida, digo. Que perdió los mejores años con un idiota como yo. Por suerte está el niño y es algo que tenemos en común, y de vez en cuando le va con el chisme de que me duelen las orejas y me lleva al médico. Así puedo verla un tiempo, a los ojos. 

jueves, 6 de septiembre de 2012

Bajo la otra luna



 Ese olor a recuerdo, a odio compungido que desatan los párpados abiertos, la mirada fija. Él no lo sabe. Casi se podría decir que la transpiración chorrea por su frente y por el metal. Me dejo ver, me dejo sentir, aunque esté tan lejos, tan lejos de mi cama y de mí. Él no lo sabe pero yo miro la luna y me pregunto no sé bien si en un manotazo de ahogado si la voy a volver a ver. Si va a seguir ahí. Porque capaz que es la luna la que se va y no yo. Y también me pregunto si tenía que ser así. Terminar de esta forma, aunque quizás más que un fin sea un principio, la mitad de un principio, o el desarrollo del final del nudo de nuestras vidas, la mía y la de él, ambas juntas a dos metros de distancia. Está a dos metros y cree que no lo veo. Miro como duda, siento su miedo, siento su tristeza a dos metros de distancia. Y a dos metros parece que está la luna que brilla como diciéndome es un pecado morir en una noche como esta. Como cuando fuimos a caminar una noche en la playa, en Mar del Plata. No era ni primavera creo, y un viento helado cruzaba como una flecha la playa sola, desierta, la playa para nosotros. Y cruzaba el viento a meterse en la ciudad, en la otra parte, entre las casas bajas y los edificios, entrar en los departamentos vacíos de una ciudad que es dos ciudades. Y todo esto lo pensaba yo mientras el me agarraba fuerte de la cintura, como si el mar fuese a llevarme, y ahí, cuando éramos felices, pensé que el mar nunca me llevaría. No fue así.

 Años más tarde me acordaría de esa noche, así como ahora me la mostraba la luna, me acordaría del frío en los tobillos, de la mano caliente, de mis arañazos en su espalda, de la arena bajo la mía. Me acordaría de todos nuestros momentos y lloraría, sola, ya sin él. Y nadie estaría ahí para secarme las lágrimas. Y vería ya el odio, los párpados abiertos, vería la mano en la frente chorreando sudor como cataratas, vería los ojos destruidos, vería la congoja, el dolor. Sobre todo vería el dolor y lloraría aún más. Porque el camino estaba hecho. La luna estaba pensada ya para esta noche, no importase qué sucediera. Y eso era lo más escalofriante. Eso y que él no sabía, no sabía. Y yo sabía que no sabía porque no podía ser de otra forma. No lo imaginaba distinto. Era así menos doloroso. Para él, porque la luna y su belleza me infringían a mi una punzada en el estómago que parecía que me iba a arrastrar a la locura. A gritarle, a abrazarlo, a rogarle perdón. A pedirle que venga a la cama conmigo, que hagamos el amor, pero no. Pero ya estaba dicho todo y yo ya había aceptado el destino hacía tiempo. Ya había llorado lo suficiente y ahora quedaba enfrentarlo todo, ser mujer.
 Miré la luna y sonreí. Sentí el pinchazo en la espalda. Primero uno y después otro. Pensé que iba a haber más ruido. Cerré los ojos. Hubiera sido terrible que sepa, que sepa que estaba despierta todo el tiempo.

viernes, 31 de agosto de 2012

Epílogos



El ingeniero Urmides es un hombre respetable. Aunque podría ser tildado de poco práctico si se lo viera haciendo click repetidamente en el mouse de su computadora, mirando fijo al monitor. Por la puerta entra Acosta, joven empleado de unos 28 años. Acosta viste camisa y corbata, aunque está un poco despeinado. A Urmides le gusta eso, le recuerda a su propia juventud. Acosta cierra la puerta tras de sí y se queda frente a ella, quieto y callado.

- Señor, - Dice - ¿Quería verme?

- Pero ¿Quién es usted?

- Acosta, señor. Me mandó a llamar, ¿No?

Urmides mira un poco desconfiado, pero no es de culpársele, tiene la mente turbia en estos momentos. Luego de unos segundos presiona un botón en su teléfono. La voz magnetizada responde.

- ¿Si?

- Clara, ¿Yo mandé a llamar a Acosta?

- Sí, señor. Acaba de pasar a su oficina.

- Sí, está acá ahora. Dice que lo mandé a llamar, pero la verdad es que no me acuerdo.

- Sí señor, usted lo mandó a llamar.

- Bueno, Clara, gracias. Eso es todo.

- Bueno.

Urmides suelta el botón y mira a Acosta, no sin cierto encanto. Se levanta, mientras indica a Acosta la silla frente a su escritorio.

- Siéntese, Acosta.

Acosta obedece, Urmides se sienta sobre el escritorio.

- Acosta… Acosta… - Repite en voz baja. Luego grita. - ¡Acosta! Por supuesto, es usted Acosta.

Acosta no sabe qué sucede. Comienza a temer la locura de Urmides.

- Acosta, ya sé quién es usted, lo he sabido toda la vida. Acosta, usted es el primer empleado que figura en mi nómina, verá. Acosta, su apellido empieza con A, y es usted yo, y todos los demás empleados de la empresa. Acosta, lo cierto es que lo he traído aquí sin hacerle saber bien por qué, y eso puede parecer injusto. Pero es que detrás del obrar de un hombre decente, siempre hay un propósito, eso nos distingue de los demás hombres.

Urmides deja de hablar, esperando algún gesto en el rostro de Acosta que sólo se muestra atónito.

- Pues Acosta, ¿Sabe usted acaso qué hacía yo segundos antes de que viniera?

- La verdad que no, señor. ¿Se encuentra usted bien?

- La verdad que no, Acosta. Pero todas las preguntas tienen la misma respuesta, qué es lo que hacía, si me encuentro bien, y, por supuesto, por qué le he llamado.

Las pausas de Urmides descolocan a un pobre Acosta que empieza a considerar el salir corriendo.

- Yo estaba justo viendo un video, de un hombre vestido con una armadura, entablado en una lucha con un oso negro, Acosta. Creo que esto tomaba lugar en algún lado de Europa oriental. ¿Conoce usted Europa oriental, Acosta?

- La verdad que no, señor. Nunca he estado allí.

- No me diga señor, se lo ruego, dígame Ulises, es mi nombre. Europa oriental. Yo tampoco la conozco. Pero es la tierra de los grandes. La Rusia de Dostoievski y Tolstoi, la Praga de Kafka. ¿Conoce usted a Kafka, Acosta?

- He leído algo, señor.

- Pues debería. ¿Sabe por qué le he contado la experiencia del hombre con el oso negro? No es que pretenda ahondar ahora en la lucha del hombre contra la naturaleza, eso será tema de otro día Acosta, pretendía más bien, fijarme en el otro aspecto de este fenómeno, ¿Qué es?

- No lo sé, señor.

- Ulises, por favor.

- Ulises.

- La banalidad, Acosta. La sagrada banalidad. La banalidad en la que hemos basado nuestra entera civilización, Acosta.

La solemnidad de la frase ha dirigido a Urmides hasta la ventana, mirando él afuera. Y Acosta ya considera cavar un pozo para enterrarse.

- Digame, Acosta, y yo sé que es usted un hombre inteligente. ¿Por qué no peleo yo con el oso? ¿Por qué verlo a través de un monitor? ¿Por qué, con tantas cosas hermosas en la vida, en el mundo, yo me paso los días, de ocho a cinco, de lunes a viernes, viendo videos en internet? Y eso que todavía no he caído en la pornografía.

- Señor.

- Ulises. Lo cierto es, Acosta, que no soy ni un décimo del hombre que soñaba ser. Yo quería ser arqueólogo Acosta, viajar por el mundo descubriendo su pasado. Nunca soñé con ser gerente general en una fábrica de bujías. Nadie sueña con eso, entonces, digamé Acosta, por qué existen las fábricas de bujías.

- ¿Para que existan las bujías? ¿Para usar los autos?

- Los autos. ¿Tiene usted auto, Acosta?

- Sí.

- Digamé, ¿Qué auto tiene usted?

- Un Duna, del ’94.

- Ah, yo tengo un Mercedes. Bueno, dos, en realidad, porque al de mi esposa lo compré yo. Y, ¿Tiene usted hijos? ¿Cuántos años tiene?

- 28, señor, Ulises. 28 años, no tengo hijos.

- Claro. 28 años. Tan joven.

- ¿Y trabaja aquí hace tiempo? ¿Me conoce usted acaso? Personalmente, digo, ¿Es esta nuestra primera reunión?

- No, señor. Ulises. Lo saludé por su cumpleaños la semana pasada. Le regalé un cinto. Marrón con una hebilla dorada.

Urmides se queda pensando un momento. No recuerda nada de eso.

- Pues la verdad que no me acuerdo de usted, ni de nada de lo que dijo. Pero le agradezco el cinto, aunque no creo usarlo, Acosta. Perdón por eso.

- Está bien.

- ¿Y hace mucho que trabaja aquí?

- 6 años.

- Eso es mucho tiempo. ¿Es usted ingeniero, Acosta?

- Contador, señor.

- Contador… ¿Cuál es su problema, entonces? ¿La falta de imaginación?

- ¿Cómo, señor?

- Mire, Acosta. El hecho es que voy a despedirlo. Lo siento, pero es lo mejor para usted.

- ¿Qué?

- Eso, lo que escuchó, Acosta. El asunto es que yo, como me ve. Voy a morir. No como todos, desde luego, sino que estoy muriendo, Acosta. Tengo cáncer y me queda poco tiempo de vida. No se preocupe, usted. No quiero su lástima. Pero si quiero su vida, en algún sentido. ¿Sabía usted, Acosta, que más de la mitad de los lagos del mundo están en Canadá? ¿Conoce usted Canadá, Acosta?

- ¿Qué dice? Perdón, no entiendo. ¿Estoy despedido? ¿Qué hice?

- Tranquilo, Acosta. No hizo usted nada.

- Pero, ¿Estoy despedido, o no?

- Pues naturalmente. Pero no se preocupe. Como le dije, todo hombre decente obra tras de un propósito, y yo tengo uno. ¿Conoce usted Canadá?

- Claro que no conozco Canadá.

- Lo siento. Pero no se preocupe, le queda a usted tiempo, lo que a mi no, y yo tampoco conozco Canadá.

- Perdón, señor, Ulises. Pero no entiendo nada. ¿Me está jodiendo, usted?

- No, para nada. Lo llamé a usted, Acosta, azarosamente, para decirle a usted una verdad. Una verdad que en algún momento, creí poseer, y creí justo compartirla con alguien. Y ese alguien es usted. Está usted despedido Acosta. Pero antes, va a firmar un contrato por ocho años. Ocho años de sueldo va a ser su indemnización, Acosta. Y cuando me pregunten por qué lo despedí, diré que porque me era usted insoportable. No se ofenda, no es eso último cierto, me es usted muy agradable, de hecho. Creo que porque me recuerda a mi de joven. Digame, ¿Tiene computadora, usted, Acosta?

- Sí, señor.

- Bien, la va a destruir. Va a tomar el dinero y va a viajar a Canadá. Va a comprarse un libro de Kafka, Acosta y va a conocer a una mujer. Perdón, pero no estará usted casado, ¿No?

- Tengo una novia.

- Pues entonces viaje con su novia y hágala la mujer más feliz del mundo, Acosta.

- Señor, la verdad es que todo esto me resulta muy extraño y descabellado, ¿Se encuentra usted bien?

Urmides esgrime una sonrisa enorme en su rostro a medida que pulsa nuevamente el botón del teléfono.

- Clara, hágame el favor de despedir a Acosta. Sí, Bruno Acosta – Dice a medida que lee un papel.- Limpie su escritorio. No quiero volver a verlo. – Se vuelve a Acosta. – Listo, está usted despedido. Ahora, sobre mi escritorio, frente a usted, se encuentra su nuevo contrato. Leálo si quiere, pero si confía en mi, y siempre hay que confiar en los hombres que parecen locos Acosta, sólo fírmelo y retírese de mi vista. Llegue a su casa, y rompa su computadora, no la regale, no la venda, no la conserve, rómpala. Llame a su novia y dígale que compró boletos, que se van de vacaciones a Canadá. Y luego compre los boletos, pues irá a comprarlos más decidido y feliz. Y permítame decirle, Acosta, que si vuelvo a verlo con camisa y corbata, voy a atropellarle a usted con mi mercedes. Ahora, por favor, salga de mi vista Acosta, que tenga usted una vida feliz, y mándele saludos míos a su novia.

Acosta, aún perplejo, atinó a firmar el contrato y retirarse con una copia. Cuando llegó a su escritorio estaba este vacío. Mientras tanto, Urmides miraba por la ventana, pensando que ese día, cuando llegase a casa buscaría el cinto marrón con hebilla dorada. Veinte minutos más tarde, caía Urmides en el piso, y lo cierto es que pasaría sus últimos catorce días en el hospital, sufriendo tremendamente. Para ese tiempo, Acosta estaría con su novia visitando el lago Yellowhead, en Canadá y terminando de leer “El castillo”, libro que no le gustaría, pero que le causaría gran incertidumbre. Nunca más trabajaría como contador, aunque si volvería a vestir corbata. Cuando volviese a Argentina, se enteraría que Ulises había muerto, y que su esposa, según decían, se paseaba en un mercedes con un instructor de gimnasio.

Nerón

 Se hacía ver como en un sueño, las cosas difusas y un principio que no se dejaba acordar. Con la mano derecha se tomó la cabeza. Donde una fuerte presión entremezclaba todo, sus pensamientos, sus dolores, todo mezclado con los gritos ahogados, incesantes e inútiles. Y en medio de todo eso estaba Clara mirándole por última vez, diciéndole que le amaba, pero que se marchaba igual, que se iba. Lejos. Todo el barullo de sensaciones se hacía uno con un ardor en los ojos que casi no le permitía abrirlos, y sumado a la oscuridad de la noche, no le dejaban casi visión de dónde se encontraba. Sólo la oscuridad y una luna tapada por los árboles. Sólo esa luz escarlata abajo. Adelante. Y más allá la oscuridad de nuevo, y más acá un olor anaranjado que se le metía por los poros, a la fuerza, inundándolo de perfume de NAPALM, fragancia de cenizas. Y Clara que se iba, y con ella se iba su vida de hombre mediocre, de fracasado sin estatuas y sin su nombre en un diccionario. Y entre eso y el olor, y los ojos, y la presión seguir así un minuto se hacía insoportable. Atinó a pararse, pues desde que lo recordaba que había estado tirado en el piso, entre la tierra y las hojas, y su vida había sido igual de insoportable, y la había vivido. La falta de amor de la mayoría de sus años se había compensado con Clara, ese ángel idiota que había arriesgado con el su propia felicidad. Pero al fin había entendido, al fin comprendía que no había ahí nada más que algunas noches, algunas charlas, nada más. Lo había entendido ella, él ya lo sabía. Lo había asimilado, y ahora quedaba asimilar los gritos, el olor, los ojos ardidos, la cara de Clara, sus ojos mirándole por última vez y las palabras de adiós. Y entre los gritos escuchaba a veces el de Clara, aunque no estaba seguro, y entre la lluvia escarlata aparecía su rostro, y recordaba las noches, y los días. Recordaba hacer el amor a horas insólitas, y recordaba el pueblo al que tanto amaba. La ciudad, y el un hombre inmerso en ella, inmerso en el dolor de cabeza, en el dolor de ojos, y la presión que ya no le permitía pensar. Caminaba algunos pasos atontado, sin rumbo y casi en círculos, pero se parase donde se parase, la luz le fulminaba los ojos, los gritos le atormentaban el alma, y la crueldad le aprisionaba la cabeza, que se volvía tan pesada que ya le era imposible al cuello sostenerla. Se vino abajo. Con fuerza abría los ojos, y la oscuridad lo llamaba, como siempre lo hace. Pero entre la llamada, como una sirena se anunciaba el rojo. Se anunciaban gamas de naranja, tonos de amarillo. Pero por sobre todo un rojo furioso, anhelante de venganza que le buscaba a él entre la oscuridad, como le buscaban los gritos ahogados de los pobres infelices. Y el grito de Clara primero, y después los demás, y después sus propios gritos. Y ahora lo recordaba todo, y la cabeza le pesaba tanto que se le hundía en la tierra, y así empezaba su viaje. Y el olor ya era sabor, era el sabor de la muerte, de los gritos ahogados y el sabor de la mirada de Clara, atragantándose con la mirada de Clara, con los gritos, atragantándose de la muerte naranja, y todo el coctel caliente, llenándole la boca, más y más, y la cabeza que se hundía, y ahí la veía a Clara, toda roja, toda negra, Clara…

domingo, 8 de julio de 2012

A alguien que desconozco.



A veces le cuesta a uno no encontrarse mujeres en los puentes, la ausencia de noches blancas se vuelve insoportable, y entonces no queda otra que ahogar las penas en lo primero que se nos ponga delante, y si es un vaso de whisky mejor. Y a veces, en invierno sobre todo, y cuando hace mucho frío, hay días en que los colores se ven más fuertes, sobre todo el rojo. Y en el aire, junto con el rocío se siente una especie de infinitud. Y esa destrucción de los límites, y ese pensar que quizás ahora, en Varsovia una muchacha conoce al amor de su vida, le llevan a uno a caminar por ahí sin preguntarse a dónde, y a pensar si Varsovia no está muy lejos, y si esa muchacha no estará todavía esperando. Son días especiales, donde la lluvia no moja, pero el olor a cigarro mojado si llega. Donde los colectivos están llenos y una buena película es una compañía aceptable. Pero sin puentes, sin nieve, sin trineos, nada de rendez-vous y a la vuelta de la esquina sólo otro charco donde meter la pata si uno va mirando los colores de la calle, sobre todo el rojo, y no la calle propiamente dicha.

Lina metió media bota en el charco ese lunes, y eso que comenzar la semana mojándose los pies con dos grados centígrados de temperatura no es bueno. Pero se limitó a sacudir la cabeza y seguir caminando. Y así, mirando los árboles, y así un par de cuadras más adelante, resulta que vio su reflejo en un vidrio. El gorro de lana, el piloto azul marino que le quedaba un poco grande y apenas se separaba un poco del tobillo. Y más abajo la bota mojada. Le fue difícil contener esa carcajada y a mi me pareció encantador ver una muchacha riendo ante su propia imagen, cosa que siempre me ha parecido de lo más necesario en la vida de uno.

“Allá adelante, está la muerte”. (Instrucciones para dar cuerda al reloj, Julio Cortázar)

Hola. Hola. Vi que te reías. Sí, ya se. Ufa, esta parece ser una conversación infranqueable, ¿No? Puede ser, no es que sea mi intención. ¿Caminas? Si, es una de mis tantas habilidades. Siempre es bueno saberlo, ¿Caminamos? Está bien, después de todo parece que compartimos esa habilidad.

Y ahí, sin puente, sin nieve, ni trineos, sin inmensidades pero con infinitudes, podía encontrar yo algo. Y pensé en algo que había leído alguna vez no recuerdo dónde, pero parafraseando, decía más o menos así: “No son las cosas las que nos hacen felices, sino nuestra manera de verlas”.

- ¿A dónde vas?

- ¿Es esa una manera de empezar una conversación? – Contestó. Tenía las manos bien metidas en los bolsillos del abrigo.

- Bueno, lamento decirte que nuestra conversación ha empezado hace un rato.

- De hecho, pensaba más en eso como una especie de prólogo.

- Puede ser.

Me miró. En ese momento quise saber si ella disfrutaba tanto del silencio como yo mientras caminábamos y los vehículos pasaban fugaces al lado nuestro. Y aun así, yo sentía que éramos nosotros quienes íbamos más rápido.

- Hay días – Empecé – En que los colores parecen más fuertes, ¿No te parece? Sobre todo en invierno.

- No lo había pensado. Pero puede ser. Aunque, estamos en otoño todavía.

- ¿Otoño?

- Sí. Es 17 de Marzo. Creo que eso acaba con tu teoría.

- Bueno, era más bien una tesis. Había estado trabajando en ella un tiempo.

Ella rio.

- Lo siento mucho.

- Pasará.

- Aunque…

- ¿Aunque?

- Se podría decir que el rojo de hoy.

- Lo sé.

Caminamos unas cuadras más y ella se detuvo. Supongo que en ese momento muchas cosas se detenían, y no pude evitar pensar si en Varsovia también alguien se había detenido.

- Hasta aquí llego.

- Ha sido un placer.

- Lo ha sido.

- Adios.

- Adios.

La vi irse un tiempo, incluso después de que se fue. La vi irse en un bar más tarde, y luego, al llegar a mi casa y tirarme en la cama, la vi irse un rato más. Durante unos días la vi irse. Pero con el tiempo fue pasando, con el tiempo se iba cada vez menos (o más), hasta que supongo que se terminó de ir. Dejé de caminar. Escribo esto en verano, y ya los colores no son iguales, ni yo tampoco lo soy. Ya no camino tanto. Y hace unos meses que creo se fue. Pero aun no puedo evitar pensar algunas veces en lo que le sucede a esa chica en Varsovia. Si fue tan feliz como yo. Si hizo lo mismo. Si aun lo ve irse.

miércoles, 13 de junio de 2012

No se sabe por qué.

-  Espere, Mademoiselle, yo la amo.

Sobre su mano estaba la de él, y eso, en algún sentido, le impedía levantarse como lo había planeado. Y la miraba, apoyado en la mesa con las manos, una sobre la suya, con cierta sinceridad desgarradora y rastros de desesperación. Enloquecía.

- Permítame sentarme. Esta historia se cuenta mejor sentado, créame, lo sé.

Y sin que pudiera alcanzar a soltar palabra ya estaba frente a ella. Y sin mover la mano, y no es que lo hubiera deseado, pues a en ese punto ella ya había encontrado en esa mano cierto calor fraternal que venía buscando, quien sabe, en lugares equivocados.

- Es necesario aclarar, antes que nada, que lo que voy a decirle a usted va a sonar total y completamente disparatado, y que, quizás, incluso, lo sea. Pero, ¿No es la vida una cuestión de sentimientos? ¿Y no son estos lo más disparatados de ella?

Sin saber si responder o no, y aún sorprendida por lo raro de la situación, alcanzó a abrir la boca. Pero temerosa de decir algo inapropiado se limitó a mirar a su interlocutor. Tenía el un aspecto tranquilo, casi melancólico. Y cuando hablaba se le formaban arrugas en su frente estrecha. Tenía un bigote fino y la barba le caía del mentón sin unirse con las patillas que caían cada una al costado de su oreja. Daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba, como si el trajín de algunos años malvividos se hubiese posado justo en su rostro, lo que, en épocas de tanta modernidad, no es nada anormal.

- Perdone, sé que está ahora bastante afligida por esta forma de abordarla. Pero me es tan imprescindible como incorrecta. Puesto que me hubiese gustado antes, invitarle un café.

En algún momento había quitado su mano de la de ella, y ella no se había dado cuenta, y las había juntado sobre la mesa. Movía los dedos con nerviosismo cuando hablaba y se había despertado en la dama un sentimiento nuevo, mientras el caballero hablaba lentamente, y sacaba del bolsillo de su fino frac un cigarrillo que encendía sin perder la elegancia, pero fumaba con aires de desesperación.

- Lo que aquí sucede, mademoiselle, si me permite ser franco. Y no me refiero a la clase de franqueza que encontrará usted entre sus amigos o familiares, en una fiesta, y ni siquiera en su propio hogar. Me refiero a la verdadera franqueza sostenida sólo por un total y completo extraño, en este caso, yo.

Ella sólo podía atinar a mirarlo. Y quizás también a desear que pusiera de nuevo su mano donde había estado antes. Pero notaba poco a poco que ese caballero tan amable le remitía a algo que en ese preciso instante se le antojaba imposible de expresar, aún para sí misma.

- Como he dicho, lo que aquí sucede, no es nada extraño. Se trata de un caballero, como yo, hablando con una mujer, en este caso usted. Y esto, querida, ¿Puedo llamarle así, verdad? De todas maneras lo haré. Esto, querida, no sólo es mucho más viejo que nosotros, sino que es la base de nuestra existencia, o por lo menos de un aspecto de ella.

- Perdone usted. – Habló por fin. – Pero me ha dicho cosas un tanto extrañas, y así es también la manera en que se ha manejado conmigo. Quizás yo no sea la persona más instruida, y por eso no llegue a entenderlo. Pero es que usted ni siquiera se ha presentado.

- Tiene usted toda la razón querida. Pero es que ha sido un error mío. He caído preso de lo que espero no sea una ilusión, y es, en parte, el creer que ya nos hemos conocido cientos de veces, y por eso, ante la familiaridad que su presencia me sugiere, me ha parecido inútil presentarme.

- Entonces, ¿Usted es?

- Yo, mademoiselle, soy un hombre. En el sentido más sencillo de la palabra.

- No juegue usted conmigo, me ha hablado de todas estas cosas tan bellas, pero no me ha dicho su nombre.

- Como le he dicho antes, mon chérie, deberá usted perdonarme. Pero ante lo que quiero decirle no necesitamos nombres, de hecho, nos serían desastrosos. No se debe manchar con los nombres el anonimato y la universalidad de los sentimientos.

- Pues ahora sí que no le entiendo.

- Lo sé. Pero confíe en mí. Déjeme por unos minutos hablar con usted, y si al cabo de ese tiempo no entiende aún lo que tengo que decirle entonces me marcharé.

Lo miró unos segundos. No quería responder rápido para no dar lugar a malentendidos. Pero ya tenía la respuesta, y la había obtenido de los ojos que la miraban hace tiempo, profundos, negros y contenedores de una angustia visible.

- Tiene usted el tiempo que desee.

- Perfecto.

- Pero sin excederse.

- Por supuesto, querida. Lo que menos quiero es extender un momento que debe dudar sólo eso, lo que deba. Pero permítame antes encender otro cigarrillo. ¿Es que quiere usted uno?

- No, gracias. Pero adelante.

- Perfecto.

Sacó otro cigarrillo que encendió de la misma forma, luego de aspirar lenta y profundamente lo apagó en el cenicero y se inclino en la silla hacia ella, tomando de nuevo su mano entre las suyas.

- Le dije que, yace en lo profundo de nosotros. De nosotros, no de usted y yo. La base de la existencia humana. El amor.

Cuando pronunció esas palabras, ella se desilusionó un poco. No sabía qué, pero esperaba otra cosa.

- No me diga usted que se ha tomado el trabajo de crear toda esta intriga simplemente para abordar la primera dama que se le cruzase.

La miró con temor que ella vio en sus ojos y en como arrugó la frente. Sin soltar su mano, se inclinó hacia atrás. Ella le miraba impasible.

- Tiene usted razón. Si bien mi forma de hablar con usted no es la más adecuada, es la única posible mademoiselle. O, por lo menos, así le creo yo.

- Está bien, prosiga usted. Pero si lo que pretende es hablarme de amor, siento anunciarle que ha escogido un mal momento, y muy probablemente, una mala interlocutora. – Digo ella con una sonrisa. Él también sonrió.

- Créame que no he sido yo quien ha elegido.

- ¿Entonces quién?

- Pues, no lo sé.

- ¿Se refiere usted al destino?

- Me refiero simplemente, al hecho de que yo esté aquí, sentado frente a usted, justo en este momento, justo ahora, sosteniendo su mano entre la mía, sin que usted la haya retirado en todo este tiempo.

Alguien hubiera esperado una sonrisa pícara. Pero no había en su rostro más que la angustia, el notado paso del tiempo y la desesperación. Ella miró su mano y primero pensó en retirarla, pero quizás eso hubiera sido darle con el gusto.

- Tiene usted razón. Si me perdona, he encontrado en su mano un lugar agradable para poner la mía.

- Exacto. ¿Sabe usted por qué?

- Pues, no realmente. No creo que haya una razón en particular.

- Sin embargo lo encuentra usted agradable.

- No voy a repetir eso. – Dijo con una sonrisa.

- Está bien. Bueno. ¿Usted ha elegido que yo ponga mi mano allí?

- No.

- Pues ciertamente no. He sido yo quien lo ha hecho, y ni siquiera yo sé por qué. Pero este hecho ínfimo y su razón de ser pertenece a algo más allá de nuestro entendimiento, y es de eso de lo que quiero hablarle. Pues yo, de todas las personas sentadas en este lugar, me he sentado a su frente. Y créame que no ha sido una decisión razonada ni he planeado esto. Simplemente me ha sido imprescindible sentarme frente a usted para intercambiar algunas palabras.

- ¿Y eso significa algo?

- Y eso, mon chérie, significa toda la cosa.

- ¿Qué cosa?

- El amor, pues. Que, como dije antes, yo, mademoiselle, la amo.

- Pero usted no me conoce.

- Claro que no.

- ¿Y cómo puede usted amar a un completo extraño?

- Pues porque mi amor por usted escapa del plano racional humano y pertenece, y esto es mi teoría, quizás a un sentido más primitivo del sentimiento. Antes de que se hubiese contaminado con nombres y títulos.

- Eso suena un tanto extraño.

- Pero acaso, querida, ¿No ama el niño a su madre desde el primer momento en el que la ve? Y quizás incluso desde antes, pues es recién cuando nace, que puede manifestarlo, pero quién conoce los sentimientos de un niño en pleno vientre materno.

- Pero eso es diferente, es amor maternal. Instinto puro.

- Tiene razón. Es amor maternal. Pero mi amor por usted, es también puro instinto. Me muevo por el sentimiento apenas. Me he levantado de mi mesa y caminado hasta aquí sólo por eso. Sin saber por qué. Sólo con la obligación moral de que si no hablaba con usted, le cometería un fallo al destino y a la vida misma. Y quizás por eso me encontraba yo aquí. Y lo mismo con usted.

- Perdone. No es que dude de sus intenciones. Pero lo que dice se me presenta demasiado bello.

- ¿Para ser cierto?

- Exacto.

- Mon chérie, día a día se nos ha hecho creer que en el mundo no suceden cosas bellas.

- Puede ser.

- Lo es. Y el amor, me ha hecho creer que las cosas bellas abundan, y, permítame decírselo, sobre todo en usted.

- ¿En mí? ¿Qué quiere decir?

- Quiero decir que es usted una arbitraria composición de cosas bellas.

- ¿Y qué son esas cosas?

- Pero es que usted me pide demasiado.

- Tiene razón, disculpe.

- Su boca.

- ¿Cómo?

- Su boca, es una de esas cosas. Pero sobre todo la risa que esconde. Y que he descubierto hace unos momentos.

Ella intentó en vano ocultar su sonrisa. Él apretó su mano un poco.

- Ahora por favor, déjeme terminar de acomodar mis ideas.

- Continúe.

- Pues, como decía. Me mueve el amor. Pero no es sólo eso. No es el amor egoísta que encuentra uno a la salida de las fiestas de salón. No. Es del tipo de amor desinteresado. Acusado, como le dije, por una obligación moral que me hinca en el estómago.

- Suena un poco feo.

- Lo es, en parte. Lo sería si no me hubiese yo decidido a hablarle.

- Qué suerte que lo ha hecho, entonces.

Se podría decir que su mano había encontrado su lugar en el mundo bajo la de él. Se podría decir que le había creído.

- Lo siento. Pero debo confesar que creo cada una de sus palabras.

- ¿Y por qué se disculpa usted?

- Pues. En algún sentido, yo le amo. Pero temo que su amor sea muy diferente al mío. Que no tiene ahora nada de desinteresado o instintivo. Quiero, sólo porque me lo fijo en la mente con un futuro, que su mano no se mueva de ahí, y hablar con usted toda la noche, hasta que los camareros nos corran de este lugar. Pero eso es sólo porque sin saber los motivos, con usted me siento bien.

- Pero no debe usted temer. – Dijo mientras encendía otro cigarrillo. – Mi amor tampoco es en un cien por ciento desinteresado. Me mueve la esperanza. Y ese ideal a futuro imposible de sacar de mi limitada conciencia, no tiene una pizca de desinterés.

- ¿Es que intenta usted convencerme de algo?

- No. En absoluto. Sólo comunicárselo. De lo contrario hubiera sido miserable. Si estoy en lo correcto y nuestro amor pertenece a un universo ya perdido, entonces encontrará en mi lo que yo encuentro en usted. Y si no, nuestra conversación no ha sido más que agradable.

Hacía frío afuera. Las personas elegían las galerías cubiertas y los restaurantes para resguardarse del frío. Era inevitable pensar cuántas situaciones iguales sucedían ahora. Si había sucedido antes alguna así. Si sucedería.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Minuto

Con la mandíbula atrapada entre las dos manos, y los codos apoyados en la mesa, da la impresión de uno de esos novedosos muebles de vanguardia, sumamente cómodos y ampliamente ergonómicos, adquiribles por un más que razonable precio, dentro de la razonabilidad de los precios de los novedosos muebles de vanguardia, en alguna de esas sumamente pequeñas y acogedoras sucursales de casas de diseño que se encuentran recientemente ubicadas a lo largo de las primeras cuadras de la avenida del extremo sur. Sus ojos son los de una pintura, quietos. Inmóviles hace minutos, las pupilas parecen apuntar a algo. Quizás al juego de mate, quizás a algún lugar donde estuvo alguna vez. Seguramente algo le hizo recordarle y ahora se puso a pensar en él. Él, que hace tanto que no está. O tan poco y parece tanto.
Aún en la misma posición, sigue mirando algo, o quizás nada. Quizás no mira a nada porque eso es lo que él es, o por lo menos lo que es ahora. Porque en algún momento, seguro que fue algo, fue algo para ella y para muchos más. Pero ahora es nada.
Ya, perdida la cuenta del tiempo que lleva allí, sin moverse, sin moverse, como él… Ella lo extraña, lo siente en cada movimiento, cada pensamiento, cada partícula, pero aún así, lo extraña. Y quizás por eso tiene aprisionada la mandíbula, quizás por eso parece un mueble con los ojos quietos, si es que los muebles tienen ojos. Y quizás por eso que hace ya cinco minutos que suena el timbre y no se levantó a atender. Igual de seguro que es la señora de Miranda que viene a ver cómo está. Como si el hecho de que la señora de Miranda viese como está ella ayudase en algo, capaz no a ella, pero a algún ser viviente en cualquier rincón del universo, y no sólo a la señora de Miranda que no tiene nada mejor en qué ocupar su tiempo libre que viendo como está ella.
Si hay algo inexplicable y misterioso en la señora de Miranda, es la cualidad casi extrahumana que tiene para aparecer justo en estos momentos, cuando ella tiene la cara en una prisión, no tiene mirada y parece una silla. O a lo mejor cuando logra mantener el equilibrio por horas, asemejándose a un lujoso perchero, apoyada en sus brazos sobre la mesada de la cocina, mirando algún punto fijo en la pared, que no existe. O la vez que podando el jardín se quedó como un banquito, mirando los tulipanes que él plantó. Hace tan poco, hace tanto. Pero ella no piensa en muebles, ni en tulipanes, ni en la señora de Miranda con sus masitas para tomar el té de las cinco. ¿Son las cinco ya? ¿Cuánto tiempo ha estado así? A lo mejor la señora de Miranda no trae masitas, y en vez trae el buraco para someterla a esa tortura que es intentar concentrarse en el juego teniendo que escuchar todos los secretos habidos y por haber que tiene cualquier habitante de Larrute quinta cuadra y sus alrededores.
Al momento que el sonido del timbre cesa, o ella ha logrado la notable capacidad de no escucharlo, sigue en la misma posición de cara enjaulada y aspecto de otomana rara. Es rara, y eso a él le gustaba. Se queda un poco más tranquila, aún en su ensimismamiento, porque la señora de Miranda ya se fue. Ahora está del todo tranquila para pensar en él, para recordarlo, porque ahora, es lo único que puede hacer.
¿Y si a lo mejor no era la señora de Miranda? ¿Si era él? ¿Bien peinadito como nunca, con un ramo de flores en la mano? No, eso es imposible, se tranquiliza. Eso es físicamente imposible. De donde él está no se vuelve, no le permiten allí a uno ausentarse para una visita, por más corta que sea, por más que sea sólo para llevarle un ramo de flores a alguien que lo necesita más que nunca. ¿Lo necesita? Ella cree que si. Cree que necesita. Cree que por eso es que esta ya hace más de una hora sentada con la cabeza presa, mirando a la nada. A lo mejor mira a la nada justamente porque allí no hay nada, porque está vacío. Y porque a ese vacío puede llenarlo él.
Puede aparecerse allí, en la nada, con los escasos pelos enmarañados y la sonrisa grande, como siempre. En mangas de camisa y pantalón de vestir, pero con zapatillas. Ahí, donde ella mira. O donde no mira, porque no hay nada. Ahí, en frente suyo, sentado, mirándola, sonriéndole picaronamente. Verla sonreír a ella, verla acercársele, sentarse más cerca suyo, prepararle un mate, verla escuchar sus historias, verla feliz al tenerle...

La señal de alarma del suspiro hace que las manos, dedo por dedo, desde el meñique al índice liberen la cara, los codos se levanten lentamente de la mesa, donde ahora van a parar los brazos. Los ojos, sordos, aún no se mueven. Parecen no haber recibido la señal. Permanecen quietos, allí, precisos, apuntando a ese único punto que es la nada, creyendo ver, por un segundo aunque sea, cabellos, camisas y sonrisas, ojos que oyen historias, ojos, que pegados a la cabeza como están, se levantan junto con ella, y ahí, en frente suyo, no hay nada, no hay unas medias azul oscuro entre el pantalón de vestir y las zapatillas, impecables.

sábado, 28 de enero de 2012

Sin título II

El cuerpo de Héctor yace en el sofá del living, pero su mente no. Está, seguro paseando por otros lugares, diferentes realidades, otros momentos, disfrutando en otros universos, observando un paisaje bello, viendo una puesta de sol o un hermoso amanecer, olfateando tulipanes, margaritas, rosas, lirios y lavanda, o tal vez el olor a pan recién horneado, el perfume de una bella mujer, degustando festines y bebiendo un buen vino, oyendo dulces melodías, o el simple sonido que implica la quietud y tranquilidad de un arroyo, sintiendo en su rostro la suave brisa de primavera y el escaso calor que provoca sobre uno el sol en esa época del año. Pero no es primavera, o al menos no según el calendario que cuelga en la puerta, no según la estufa prendida y tampoco según los árboles, que afuera, sin hojas parecen rendirse sin luchar ante el ciclo de su vida. La vida, su ciclo, piensa Héctor, el sabe que se va a morir y mientras se moja el dedo para cambiar la página del libro que lee se pregunta que tiene de raro que él sepa que se va a morir, todos lo saben, o al menos es bastante obvio, pero, sin embargo, lo tortura. Al lado, el teléfono, ese frío y maldito aparato que no hace más que condenar a las personas a charlar sin mirarse a los ojos cuando hablan, y si, claro, ¿Qué tiene de extraño que el sepa que se va a morir?, no fue raro cuando se lo dijeron ni como se lo dijeron. Recuerda el frio del estetoscopio alejándose suavemente de su espalda, el apretón de manos con el médico segundos después de escuchar la lamentable noticia, la expresión de este, en un intento fallido de cierta empatía imposible de sentir por parte de alguien que ve morir gente todos los días. Héctor sonrió, pensó de nuevo en los arboles, él, desde luego, no era un árbol, no se rendía, impotente, ante el ciclo de la vida. No, él definitivamente no quería morir, ahora no. Había tantas cosas por hacer, lugares por visitar, flores por cortar y mujeres por descubrir. Héctor nunca había amado a nadie, o si? Pensó… lo había hecho? Quizás la abismal distancia temporal entre aquellos momentos de plenitud y esta nueva era caracterizada por su cuerpo en el sillón había eliminado todo tipo de enlace en sus recuerdos. Volvió a sonreír, claro que había amado, y mucho. De sus ojos cayó una lágrima, solo una, al acordarse de aquella tarde en Madrid. Ella era hermosa. Demasiado quizás, el siempre se burlaba de ello, la verdad es que le asustaba un poco que sea tan bella. Quizás porque él no lo era tanto. Ella quería ser actriz, el no tenía la más puta idea de lo que quería. Sólo sabía que la quería a ella. Obviamente como todo amor fugaz terminó. Ella se fue y de su belleza sólo quedó un recuerdo, un pañuelo de seda y una carta que Héctor tenía guardados en un cofre, que reposaba calmo ahora sobre su regazo. Pensó, quizás por un segundo en abrirlo, en leer aquella carta, en confirmar, que el perfume seguía, obviamente cada vez más débil, en aquel pañuelo, esfumándose lentamente como el recuerdo que le unía a aquella mujer. Vuelve a mirar a los árboles, es poca la gente que transita la calle en la que vive ahora, quizás el frio los mantenga en sus casas, quizás todos estén como él, recordando, añorando, en vez de disfrutar de una tarde de otoño. Se inclina por la primera opción, mientras un impulso lo hace levantarse y servirse un vaso de Cognac mientras se decide a vivir. Quiere amar, quiere ser amado, quiere conocer, experimentar, sentir, en fin quiere vivir. A fin de cuentas, que importa que se esté por morir. No es un árbol, puede luchar. Tal vez pueda irse, esa misma noche, viajar, conocer, amar, odiar, ser amado, ser odiado, temer, en fin: vivir. Tal vez, tal vez lo hubiese hecho si no fuera porque ni si quiera llegó a tomar el cognac. Quizás si el vaso no hubiese caído, al mismo tiempo que su cuerpo sobre la alfombra lo hubiese hecho. Y en fin, que tiene de raro que Héctor sepa que se va a morir, todos lo sabemos.

jueves, 26 de enero de 2012

Una piedrita redonda.

Ahora que me pongo a pensarlo bien, en frío, no me acuerdo exactamente a quién se le ocurrió la idea. Pero si recuerdo el violento puñetazo que le dio Martín en la mesa la tarde que apareció casi corriendo por los pasillos de la pensión con un diario bajo el brazo y pasando indiferente ante Juanita que lo esperaba con una sonrisa para contarle que le habían ofrecido un nuevo puesto en el trabajo, donde las horas eran menos y la paga más. Después del puñetazo se tomó el trago que había en la mesa, y que creo que era de Luis, y se secó el frondoso bigote con la manga de la camisa. A todo esto, yo me encontraba en un rincón de la pequeña habitación, Luis apoyado junto a la ventana, se había venido a nuestro cuarto al igual que Lila, quien había pasado la noche aquí. Juana estaba aún con el uniforme del trabajo, sentada en el piso junto a la puerta que Martín había cruzado, hace minutos como un rayo.


Como dije, no recuerdo muy bien de quién fue exactamente la idea, pero estoy casi seguro que de esa larga discusión que comenzó ni bien Martín abrió la boca soltando insultos, y de la cual me mantuve al margen, alguien se iluminó y concibió el plan de la mejor vida, como le gustaba decir a Luis en tono de burla. Esto fue más o menos a fines del invierno, pero recién lo llevamos a cabo bien entrado el verano, pues tuvimos que trabajar para juntar plata, y obviamente conseguir el lugar. Nos costó un poco, pero una acogedora casa en las afueras de Tandil fue el lugar elegido. Era vieja, seguramente del siglo pasado, y aunque estaba bastante afectada por el paso del tiempo, nos las arreglamos para dejarla utilizable. Una semana después de la última mano de pintura celeste, ya estábamos acomodándonos en nuestras habitaciones, yo elegí la más alejada, que tenía una ventana que daba a la autopista, la única, en realidad, que tenía la vista del campo. Más aún, sólo la altura del segundo piso me permitía ver, a la lejanía, el andar veloz de los autos, el apuro, el amontonamiento, la civilización. Al frente mío dormía Lila, en el cuarto más grande, y el único que tenía baño, Lila era la más malcriada de nosotros. Luis era el único que dormía abajo en lo que en algún momento hubiese sido un pequeño estudio, y Martín y Juana dormían juntos, arriba, al lado de mi habitación. La casa tenía tres baños, más el del cuarto de Lila, un zaguán que seguía a una gran sala de estar, una cocina con una puerta al fondo, el antiguo estudio, y las tres habitaciones. Además afuera había una galería con vista a los árboles.


La señora que nos vendió la casa no nos contó del sótano, pero no creo que esto haya tenido una explicación más imaginativa que el simple hecho de que probablemente no conocía su existencia. Lo que es razonable, ya que cinco jóvenes como nosotros tardamos bastantes semanas en dar con él. Fue Luis quien vino con la noticia cuando yo fumaba un cigarrillo en mi habitación, había dejado el libro boca abajo en la mesita en que me apoyaba para ver la autopista cuando vino corriendo, gritando su descubrimiento. En esa casa no se descubrían cosas muy a menudo, así que su exagerada alegría no me afectó, después de todo, nosotros éramos unos exagerados. Ahora que lo pienso bien, Luis era, probablemente, el único de nosotros que hubiese podido encontrarlo, siempre aburrido y husmeando por la casa. Para cuando lo encontró, ya apenas si nos hablábamos, Lila se había recluido en su habitación y dormía casi todo el tiempo, Martín escribía casi siempre en la galería y Juanita se sentaba en el césped a arrancarlo, o a levantar una piedrita redonda, y tirarla de nuevo al piso, para luego repetir el movimiento hasta el cansancio. Y yo, pues supongo que la autopista era mi escape, lo primero que hice al dejar la casa, fue ir hasta es autopista, y sentir el viento de los autos contra mi rostro, cachetearme violentamente, despertarme, despabilarme del tiempo que estuve dormido, soñando.


Resulta que ese día Luis había estado persiguiendo una supuesta rata que había visto ya hace unos días y con la que no había podido dar. Con lo que dio fue con la portezuela bajo la heladera, que empujando violentamente hacia abajo, cedía hacia unas estrechas y muy inclinadas escaleras, las cuales en la oscuridad de la casa, resultaban muy peligrosas. Antes de bajar corrió a mi habitación y me avisó. Bajamos juntos y descubrimos el sótano, que no era más que una habitación dicha y hecha, con cuatro paredes, un techo y un piso, y nada más que eso, de modo que di media vuelta y subí las escaleras enojado porque me había distraído de lo que había sido mi Aleph. Aparentemente Luis vio algo más que yo en el sucio cuarto, y se obsesionó con él al punto de permanecer allí unas tres semanas seguidas, que concluyeron cuando un Luis con barba y flaco subió las escaleras para buscar algo para comer, y nunca más bajó.
Ya llegado el invierno, y cuando la galería no tenía el atractivo poético del otoño, fue Martín quien decidió ocupar la habitación subterránea, y Juana se quedó sola, jugando con la piedrita redonda, al igual que al principio, sólo que ahora traía una campera. Martín llevo uno o dos muebles al sótano, una lámpara de aceite (allí no había luz) y sus escritos, junto con un viejo tomo de algún libro cuyo título no podía leerse en la tapa, y que mostraba la foto de algún filósofo. A pesar de que el paso del tiempo había erosionado nuestros vínculos, que la práctica no había resultado lo planteado en la idea, y que pasábamos semanas sin si quiera comer juntos, menos decirnos unas palabras, aproveché la reclusión de Martín para acercarme a Juana, quizás en un acto de instinto, ante el inminente mal que me causaba mi amor por la autopista, quizás en un acto de amor, y quizás por compasión. Me acerqué por detrás y tomé la piedrita que había tirado, ella me miró y luego miró para abajo, corto un puñado de pasto, lo tiró y se fue adentro. Yo observé la piedrita en mis manos, era redonda, perfecta y gris. La tiré al piso, y contemple lo que había estado haciendo Juana desde que se sentó por primera vez en el jardín. Quizás había sido la que mejor provecho había sacado de la idea, de la reclusión. Cada vez que tiraba la piedrita al piso, cada vez que arrancaba un puñado de pasto, para ver los trozos crecer al día siguiente, para ver la piedrita de nuevo en el piso, había presenciado la vida, el mundo, había sido testigo del caos de tirar una piedrita en el piso, una piedrita que puede caer en cualquier lugar, que puede perderse entre los yuyos y no volver nunca al lugar donde estuvo por primera vez, había tirado tanto la piedrita, que se había olvidado del momento en que la levantó.


Luego vino el suicidio de Lila en su habitación y yo apresuré a salir de la casa, pero antes, tome la piedrita, que seguía ahí, en el jardín, y sentí el calor de la mano de Juana. Al llegar a la autopista la tire al borde de la banquina. Me acerque, y sentí la cachetada. 

lunes, 23 de enero de 2012

Decisiones difíciles.


Un señor que camina apurado a su trabajo se detiene un segundo frente a un almacén. Piensa si su ansia de una bebida refrescante justificará el tiempo demorado en adquirir tal capricho. Aún dudoso, entra. Ya en el local, el hombre toma una botella de la heladera, y, cuando se dispone a pagarla, ve el tentador envoltorio de un delicioso dulce. Nuestro héroe piensa, por un lado, tiene la bebida en la mano, razón por la cual entró al negocio en un primer lugar. Pero por el otro, de repente tiene unas ganas inmensas de disfrutar del dulce que ha visto. El comerciante lo mira ansioso por cerrar el trato. Pero para el señor es imposible actuar. Sólo tiene dinero para uno de los dos objetos y le cuesta mucho decidirse.
Piensa. Entró por una bebida, pero vio otra cosa. Sólo le alcanza para una de ellas. Sólo vio dos cosas del montón de productos (seguro tan reconfortantes como aquellos dos) que probablemente están esparcidos a lo largo del almacén. Pero una nueva idea invade su cabeza. Sólo ha entrado a un almacén, de los miles por conocer que aún le quedan.
Abatido por la inmensidad, nuestro héroe abandona el local. Ya no tiene apuro alguno.

domingo, 22 de enero de 2012

Conversación con un extraño.


 -  Yo no amo a las mujeres. – Me dijo sin mirarme. De golpe, como si nada, semejante frase cruza veloz la silla vacía que está entre nosotros. Yo, aún atónito, lo miro. Pero él no. Él, con la vista en una revista, tan displicente, con las piernas cruzadas, cambia la página y luego le da un pequeño tirón a su bigote.
 -  ¿Perdón? ¿Qué dijo? – Contesté. Yo sí lo escuché. Incluso podría asegurarlo que él lo sabe. Lo observé detenidamente. Los zapatos lustrados, el pantalón negro y la camisa blanca. El saco en el regazo, el bigote cano y el cabello estratégicamente desparramado.
 -  Le decía – Levanta la vista para mirarme a los ojos – Que yo no amo a las mujeres.
Mi cara debió de haberle dicho lo que se me cruzaba por la cabeza, porque al instante soltó una risa y se levantó para sentarse a mi lado, al tiempo que dejaba la revista sobre su saco, en la silla ahora vacía.
 - Perdón, ha debido usted malinterpretarme – Me dijo con una sonrisa de esas en las que uno puede descubrir, tras la simpatía, cierta perspicacia, hasta el punto de considerarla maligna. – No se haga usted ideas equivocadas. A mí me gustan mucho las mujeres, es sólo que no las amo.
 - No – Respondí, tratando de permanecer lo más calmo posible. – Perdone usted, no me hice esas ideas. Nada más que su frase, dicha así como así, sin reparos, me ha dejado boquiabierto, y eso me ha hecho darme cuenta que, hasta este preciso momento, he considerado totalmente inconcebible la idea de no amar a una mujer. De hecho la mía está ahí, en el consultorio del médico.
 - Lo sé – Dijo enrulándose el bigote, con cierta satisfacción. – Lo cierto es que lo he estado observando, y es por eso que he decidido hablarle.
Yo, por supuesto, me encontraba absorto ante tal personaje. Así que no atine a decir más que lo obvio.
 - ¿Y qué es lo que ha observado usted?
Pareció contentarse al ver que le seguía el juego. Porque luego de soltar una risita contestó.  – Pues lo que usted ha dicho, que su mujer ha entrado al consultorio, pero usted no.
Me recliné en la silla con un aire de victoria. El tipo, que hasta antes de abrir la boca por última vez, me intimidaba completamente, ahora había resultado ser lo que al principio me había parecido lo más probable: un don nadie con más ganas de charla que personas con las cuales hacerlo.
 - Eso no quiere decir que yo no ame a mi mujer – Contesté mirándolo duramente a los ojos – Sólo que no siento lo mismo por los médicos. En lo particular, me provocan cierto malestar.
Al principio creí haberlo ofendido o algo, porque inmediatamente se salió de su personaje, y se inclino hacia mí.
 - Perdone usted, querido amigo. Pero no quiero que piense que por mi cabeza ha cruzado tal idea. – Luego retomó su postura original. – Como le dije, le he estado observando. Sé que ama a su mujer, no habría que ser muy perspicaz para darse cuenta de eso. Es por eso mismo que he decidido hablarle.
Los roles habían cambiado. Este hombre que me miraba, como inspeccionando cada facción de mi cara, sin poder contener su sonrisa, que ahora me resultaba desagradable, no resultaba ser un idiota, o por lo menos yo ya no pensaba eso. A lo mejor era un loco. Un orate, y quizás aparte de la dermatóloga de mi mujer había aquí algún psiquiatra.
Todo esto cruzó mi mente en un segundo, porque para cuando volvía a prestarle atención me di cuenta que esperaba de mi parte una respuesta. De nuevo, no tuve tiempo para pensar en algo inteligente que decir.
 - No entiendo – Dije mientras me daba cuenta que ahora yo sonaba como un idiota – ¿Usted ha decidido hablarme, porque sabe que yo amo a mi mujer?
 - Pero veo que es usted un hombre que va directo al punto – Sonrió descaradamente. –Exacto caballero. Yo he notado que es usted un hombre enamorado, ¡Y quién no lo sería si tuviese a su lado una mujer como la suya! Esto último lo digo desde mi más profunda admiración, y desde luego, con todo respeto. Pero, y, lamentablemente siempre hay peros, quizás sea lo obvio de su situación, lo que la convierte en algo tan aterrador.
Creo que al principio no quería admitirlo, pero era imposible no hacerlo. Definitivamente, este tipo que vestía y hablaba elegante había captado toda mi atención.
 - ¿Usted habla del hecho de que yo esté enamorado de mi mujer, con la que me casé hace ya poco más de dos años, como algo aterrador?
 - Lo es, mi querido amigo. – Me sentí un poco ofendido cuando se inclinó hacia mí, como consolándome. – Pero digame, ¿Quién no ha estado profunda y locamente enamorado de una bella mujer? – Reflexionó un instante, sólo un instante – Ah, ahora veo. Es el carácter universal de la cuestión lo que la hace tan amena, también.
No sólo había logrado irritarme, sino que ya me había impacientado.
 - Espere usted un momento –Repliqué. – ¿Usted ve al amor como algo aterrador? ¿Es que tiene miedo de enamorarse de una buena mujer acaso? ¿Compartir una vida de alegrías, y, lógicamente, también tristezas? Pero al mismo tiempo lo ve como algo ameno. Digame, ¿No es eso un tanto contradictorio?
Al momento que terminé de hablar lo miré, justo como él lo hacía conmigo. Estaba conforme con mi respuesta, y ahora le tocaba intentar arreglar las incoherencias que había dicho. Sin embargo, no se enojó ni se ofendió. Su reacción fue casi infantil. Abrió los ojos y la boca, y me miró sorprendido.
 - Amigo – Me dijo con una exaltación que manifestaba tomandome fuertemente el brazo – Es usted un genio, un filósofo, un perfecto conocedor de la mente humana.
Aclaro a cualquiera que lea esto, que si hubiese notado una mínima intención de sarcasmo, no hubiera dudado ni un segundo en decirle a este caballero sus verdades, y quién sabe qué más. Sin embargo, sus halagos hacia mí parecían ser completamente honestos e inocentes.
 - Usted ha hecho darme cuenta de algo que yo, hasta el momento, ignoraba – Siguió. – El amor, como usted dice, es, además de aterrador y ameno, total y absolutamente contradictorio.
Me quedé sin palabras. Había despertado tal asombro en mí, como parecían haberlo hecho sobre él mis palabras. Me di cuenta, ya que siguió con toda naturalidad, que no había reparado en mi expresión.
 - Pero no crea que sólo repito sus palabras, y que las he malgastado, sin aprovecharlas como es debido. He sacado mis propias conclusiones, las cuales seguro un hombre de su genio, las debe conocer.
En ese momento, miró al frente y comenzó a mover sus manos al tiempo que hablaba, como si en vez de una mesa ratona llena de revistas, se encontrase un anfiteatro repleto de estudiantes deseosos de escucharlo. No atiné a más que a pensar que seguramente estaba en lo correcto al afirmar que era un loco. Seguro estaba ya de que era un megalómano. Un maniático obsesionado con su persona, y con hacerse escuchar.
 - He aquí que yo he dicho que el amor se nos presenta a nosotros los hombres como algo ameno y aterrador, y usted, en un segundo, ha concluido que esto le da de inmediato un carácter contradictorio. Pero no son estas sus únicas cualidades. Hay miles. Y esto es lo que he descubierto, gracias a usted desde luego. – Cuando dijo esto último me miró – Y, lo que hasta entonces pensaba, se ha abierto y ensanchado, y ahora, le repito que todo se lo debo a usted, no tengo un par, sino miles de argumentos para mi rechazo al amor. Ahora, puedo decirle más firme y seguro que nunca que yo no amo a las mujeres.
Quise hablar, pero era demasiado tarde. Estaba dando rienda suelta a su charla, seguro sin importarle si yo le escuchaba o no.
 - Verá – Comenzó – Como le he dicho al principio y hace unos instantes se lo he repetido, yo no amo a las mujeres. Sin embargo confieso que me gustan y me atraen, tanto por su físico y virtudes como por su bondad y nobleza. Sin embargo, querido amigo, esto no quiere decir que deposite en ellas todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad.
Al pronunciar esa la palabra, la que seguro significaba mucho para él, se recostó en su silla, calmo.
 - La felicidad – Repitió con un tono poético. ¿Era aquel loco un poeta? – La felicidad amigo, yo la he conocido. Tantas veces – Me miró a los ojos – No crea que no he sufrido, llorado, maldecido. Pero he sonreído muchas veces más de las que he hecho todas esas cosas. He sido un hombre muy feliz, y pienso seguir siéndolo, no se preocupe. Y puedo asegurarle que no ha sido gracias al amor de una mujer, y al mío hacia una de ellas. Desde luego soy un hombre, y muchas me han hecho feliz. Pero supongo que a usted le alegra comer tarta de chocolate, y sin embargo no la ama, ni la lleva a vivir a su casa ¿Verdad? – Al decir esto último sonrió – Las palabras son engañosas, así que procuro usarlas con exactitud. Le repito, me gustan las mujeres, pero no las amo. Si no tendría que amar los valles, a las mascotas, un buen plato de pasta, un automóvil veloz. Amaría a los toboganes y a los libros de Poe. Me casaría con Bach y viviría toda mi vida en las galápagos. Se lo aseguro compañero, ese lugar es maravilloso. Pero sin embargo mi amigo, he conocido muchas mujeres, he andado por muchos valles, tenido varias mascotas, comido todo tipo de comidas, me he movido en todo tipo de vehículos. Me he columpiado, y de seguro que no he leído tan solo a Poe, ni escuchado nada más que a Bach. No, no – Dijo mientras hacía un gesto con la mano – El amor no lo es todo. No lo es nada en realidad. Hace años que he depositado todas mis esperanzas de alcanzar la felicidad en mí mismo. He encontrado en mi interior a todas las mujeres que jamás podré conocer. Me he enamorado de mí mismo, sin pecar de un narcisismo extremo, ni de una desconfianza a los demás seres, pues los amo. Y de seguro, algún día me casaré, y viviré, no sé si por siempre, pero por mucho tiempo con una misma mujer. Sólo que todo mi amor será para mí, y una cascada me hará tan feliz como ella. ¡Qué afortunado soy! –Exclamó mientras se paraba para ponerse el saco.
 - Recuerde – Dijo mientras se dirigía hacia la puerta – Quiero a los hombres, por eso hago algo por ellos, y por eso he decidido hablarle. Es usted una buena persona y no quisiera verle afligido. Hasta luego mi amigo, ojalá la vida se digne a cruzarme de nuevo en su vida, y ojalá le vea más contento y menos preocupado que hoy. Hasta luego.
La puerta se cerró tras de él. Yo no había logrado decir nada. Mi mujer salió del consultorio. Tenía que pagarle a la doctora. Ese sujeto sí que estaba loco, pensé mientras me levantaba para sacar mi billetera.

sábado, 21 de enero de 2012

Carta a la muerte.

Al Sr. Director del Otro Mundo:

Me dirijo a Ud. Como un ser humano consternado y que sabe que va a morir, así que pensé, que ya que su servicio no tiene en disposición ningún libro de quejas y/o sugerencias, en hablar personalmente, o lo más directamente posible, es decir a través del medio que utilizo ahora, para hacerle saber mi preocupación acerca de ciertos temas a tratar en las siguientes líneas.
En un principio, quisiera saber un poco más sobre su servicio de transporte en ocasiones de muertes masivas como bombas o terremotos, pues me importa la comodidad con la que viajaré al otro mundo, así como si habrá bocadillos y alguna que otra película.
También me preocupa saber si actualmente no tienen en mente algún plan para que al futuro fallecido se le notifique como mínimo 12 hs. Antes de su deceso, permitiendo así: sincerarse con familiares, pasar tiempo con amantes, despedirse de seres queridos, emborracharse con amigos y cumplir todos los sueños y deseos insatisfechos así como atar los cabos sueltos.
Otro asunto que me intriga es el de saber si cuentan con algún tipo de servicio de compañía para futuros usuarios que no quieran morir sin un alma que los vele, como futuras viudas, hijos, nietos, amigos o amores.
Finalmente confieso que me sentiría muy a gusto si implementaran o tuviesen en cuenta una idea que se me ocurrió ( pues resulta que soy una persona muy creativa), consiste en quizás hacer muertes más personalizadas y adaptadas mejor a aquel que vaya a sufrirlas, creando paquetes extremos y dolorosos para los más jóvenes y aventureros y otros quizás más tranquilos para los que ya tenemos cierta edad y queremos tomar las cosas con calma
Habiéndole comunicado todo lo que deseaba comunicar y esperando una respuesta afirmativa de su parte me despido de Ud.

Atte. ……..

P/D : Espero no verlo pronto ;) 

viernes, 20 de enero de 2012

Burlar a la muerte.

Una mañana, descansando bajo la falda de un gomero, me encontré a la parca. Se acercó amablemente y preguntó por mí. Le dije que no tenía idea de mi paradero, que estaba viajando por todo el mundo, pero que lejos estaba de ese lugar.
Hoy, más de quinientos años después, casi totalmente inmóvil y con un aspecto horroroso, me pregunto si me seguirá buscando, o si ya ha olvidado dicho episodio y, espero que no, nunca me encuentre.

Primer cuento subido.

 Hola, qué tal. Creo este espacio (Blog) con el fin de publicar aquí textos que he escrito y escribiré si mi vida continúa, que supongo, por un tiempo, lo hará. Voy a subir aquí principalmente cuentos cortos, que es lo que me gusta escribir. 


 Supongo que sin más preámbulos, dejo aquí un cuento escrito el año pasado. La verdad, tiene muchos títulos, o ninguno. No se que tanto puedo decir sobre él, mas que lo escribí de madrugada y de un tirón. A veces me río y a veces me entristece un poco. (tampoco la boludés) 


 Espero que lo disfruten. 


 PD: Contento recibiré sugerencias para el título.




Cuento con muchos títulos.




Él la mira a la muerte a los ojos. O por lo menos eso piensa. Lo que pasa es que en realidad, cuando uno la mira a la muerte no la mira, sino que se mira a sí mismo. La muerte, aquella imponente figura que nadie vio, es un espejo que invita a una reflexión interna. Y ahora, esa imponente figura está sentada frente a él en el silloncito del living.

El piensa, piensa y no hace o dice nada, hace ya unos minutos que llegó, y desde entonces está en el mismo lugar, acomodada perfetamente en el sillón púrpura que con sus brazos la acoge casi maternalmente, con lo maternal que puede ser un sillón. Él, sin embargo, está preocupado. En un principio porque piensa que normalmente el proceso debe ser rápido, siempre creyó que cuando la parca llegaba no se sentaba en un silloncito frente a uno a mirarlo, casi incómodamente. Pero en realidad lo que le preocupa es su falta de precaución. Correr así a abrir la puerta, cuando uno sabe que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina... Todos sabemos que la parca, si no es invitada a entrar por el anfitrión no lo hace, y termina uno muriendo en un edificio público, o Dios no quiera, en medio de la calle.

En su interior maldice. Pensar que hace instantes yacía en la cama, exaltado ante el primer volumen de las obras completas de Byron que acababa de comprar. Sin embargo, apenas sonó la puerta, salió corriendo a abrir sin preguntar si quiera quien estaba al otro lado. Cuando podría haber sido la muerte o la tía Martina que pasaba por ahí sólo para criticarle y decirle lo mal que había hecho en venirse a Buenos Aires sólo. Quizás para escapar un poco de su consternación ríe y agradece que no fue la tía Martina.

Pero el salió corriendo porque esperaba otra cosa. Una cabellera rubia, larga, cayendo sobre pequeños hombros. Ojos verdes como la naturaleza misma y esa sonrisa tímida, presa de los labios color carmesí del mismo color que los zapatitos de punta que veía si miraba hacia abajo. Pero no, ni pelo, ni hombros, ni ojos, ni sonrisa,ni labios, ni zapatitos. Sólo una fugura de inframundo a la cual miraba ya hace una media hora y todavia no había podido ver. El se iba a morir, definitivamente, pero eso no era lo peor, le hubiese gustado despedirse de Luisa, llevarla al cine, acariciar su cabello, y verla alejarse por la esquina de Rivadavia, ver los zapatitos rojos en punta y no a la muerte sentada frente a él, a la que no tiene ganas de recibir.

Ahora, ya con los lamentos y arrepentimientos dejados atrás, se convierte casi repentinamente en un hombre, un caballero, y decide afrontar la situación, piensa en hablar con la muerte. Pero qué decir. Quizás un comentario de excusa por el desorden de la habitación sirva para romper el hielo, le haría un cumplido, pero eso es imposible debido a que no puede verla. Qué decir...

La muerte lo mira a él, piensa, hace rato ya que está pensando y no sabe qué hacer. Se maldice y maldice su buen corazón. Se levanta y pasa al lado de él, llega al mueblecito y sirve dos vasos de escocés, se bebe el suyo y se sirve otro. Al volver a su asiento le entrega uno a él, y apenas se sienta, se bebe el suyo. Qué decir... Quizás un cumplido por el orden de la habitación sirva para romper el hielo. La muerte está realmente atónita, por primera vez que no sabe que decir, y, si sigue ahí, sentada en el sillón lo va a confundir más todavía. Mejor decir todo de una vez, levantarse, agradecerle a él por su hospitalidad, decirle que Luisa falleció a la mañana y le pidió por favor que le avisara a él, explicarle que no pudo resistirse al pedido de esos tristes ojos verdes.